Un funcionario corrupto nos irrita porque lo
envidiamos y a un funcionario honesto pero ineficiente lo retenemos porque nos
inspira lástima.
Hace más de diez años que mis
dos hermanos y yo tenemos una empresa familiar.
Hemos aprendido lo suficiente
como para darnos cuenta que casi no sabemos nada. Dependemos en gran medida de
los gerentes que hemos estado contratando pero que, por diferentes motivos, se
han desvinculado de nosotros.
Hace unos cuatro años trabaja
con nosotros mi sobrina que tiene los títulos de contadora y economista. Es tan
trabajadora y confiable como su papá (mi hermano y socio).
Al año de haber tomado las riendas de la contabilidad, nos reunió a
los tres socios. Con la cara llena de rubor y la voz entrecortada, nos dijo:
— El gerente los está
estafando.
Quedamos anonadados pero, a
medida que ella se fue recuperando, empezó a explicarnos cómo las ganancias de
la empresa estaban disminuyendo a la vez que el nivel de vida del gerente no
paraba de subir: auto lujoso, hijos en colegio muy caro, esposa
híper-consumista.
Con gran dolor en el alma
tuvimos que despedirlo, pagándole una indemnización elevadísima y sin
denunciarlo penalmente, porque nosotros nunca quisimos perjudicar a un padre de
familia.
La misma sobrina, quizá para
sacarnos del quebranto anímico que tuvo la mala suerte de provocarnos con su
noticia, nos recomendó a un compañero de estudios.
Al primer año los resultados
no mejoraron y le preguntamos a ella sobre la honradez de su recomendado.
Ella nos aseguró que se
trataba de una persona intachable, incapaz de apropiarse indebidamente de algo.
Al segundo año los resultados
continuaron empeorando y empezamos a ponernos nerviosos.
Mi esposa me dio la
explicación:
— Al corrupto lo despidieron
porque les provocaba envidia y al ineficiente lo retienen porque les inspira
lástima.
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