domingo, 1 de julio de 2012

Psicoanálisis y ortografía



Soy la única hija mujer de mi padre y lo quise más que mi madre. Sin embargo, él quiso más a mi mamá que a mí. Este desencuentro afectivo me ha convertido en una mujer que sólo triunfa cuando fracasa.

Si amo el psicoanálisis es porque sólo mi analista ha logrado entenderme.

Mi papá fue la persona con los ojos más dulces y maravillosos que he conocido en mis 34 años. Su mirada me derretía. Hasta mis errores más imperdonables eran «rectificados» por la ternura de su reprobación.

No creo que alguien entienda cómo hizo para mantener a mi mamá y a mis dos hermanos. No es tan difícil imaginar cómo se mantenía él mismo porque nunca necesitaba nada, apenas comía, usaba ropa de sus hermanos más altos, consumistas, prósperos y despilfarradores.

Lo cierto es que trabajaba desde la oscuridad de la madrugada hasta la oscuridad del anochecer.

Su mirada cálida, decorada por el cansancio extenuante, parecía de miel.

Llegaba de sus trabajos, nos besaba a todos, intentaba abrazar a mi madre, siempre tan ocupada, esquiva, huidiza, y yo me mordía de envidia pensando «¿porqué no me abrazará a mí en vez de a ella?».

Cuando se iba a dormir, siempre antes que los demás que miraban televisión hasta tarde en la noche, yo me escabullía para irme a su dormitorio, arrodillarme junto a su cama, a oscuras, sin hacer ruido. Me deleitaba con un espectáculo que guardo en mi memoria de forma imborrable: oía su respiración, profunda, rítmica, serena, honesta y olía su transpiración, fuerte, masculina, laboriosa.

Mi padre era el más «desafortunado» de su familia original, era el peor vestido de sus compañeros de trabajo y de nuestra familia, era el que no sabía decir que no cuando alguien le pedía ayuda.

Se me contrae el corazón escribiendo esto; lo amaba entrañablemente, quería abrazarlo, decirle que para mí nadie fue ni será más importante que él, pero así es esta historia: El fracasó tratando de abrazar a mi madre y yo fracasé esperando su abrazo. Por eso, cuando fracaso, me siento cerca de él.

Y termino con algo curioso y menos triste: Me costó mucho aprender que la palabra «fracaso» se escribe con «ese» y no con «z» de «abrazo».

 (Este es el Artículo Nº 1.604)

La criminalidad inofensiva



Nuestra calidad de vida aumentará cuando podamos confesar nuestra envidia y la seducción por la criminalidad que no nos afecta.

He comentado anteriormente (1) la acción que llamamos «salir del clóset [placar, armario]», con la que se denomina a la confesión de una característica que se supone rechazada por la sociedad.

La expresión «salir del clóset» surgió para denominar la «confesión de la homosexualidad».

No podemos perder de vista que el homosexual que duda sobre si divulgar o no su opción, participa del rechazo social porque es un integrante más de la sociedad. Sin embargo, se diferencia del resto en que a ese rechazo socialmente compartido se le suma el ser poseedor del rasgo de personalidad cuestionado.

En el mismo artículo (1) compartí con ustedes la idea de que también podríamos «salir del placar» confesándole a quien corresponda, (amigo, pariente o conocido), que «envidiamos» su inteligencia, belleza física, serenidad o lo que fuere.

La envidia es un sentimiento con aristas buenas y malas. Son buenas aquellas que estimulan al «envidioso» para aliviar su dolor tratando de superarse y malas cuando la mejor ocurrencia consiste en perjudicar al envidiado hasta que sus rasgos envidiables desaparezcan.

Los gobernantes populistas suelen aplicar este mal criterio (emparejar hacia abajo) para calmar masivamente la envidia de los votantes que lo llevaron al poder.

Agrego ahora un tercer criterio para «salir del placar» en aras de obtener los mismo beneficios del homosexual reprimido cuando puede asumir su característica y disfrutarla como se merece.

Me refiero a la ambivalencia con que evaluamos a los delincuentes.

Lo que tendríamos que confesar es: «Odio a los delincuentes cuando me afectan directamente pero me fascinan cuando no me afectan».

Si observamos el deleite que sentimos por la literatura y cinematografía policiales, tenemos que asumir que amamos la criminalidad (cuando no nos afecta).

 
(Este es el Artículo Nº 1.599)

 

La demonización del progreso



La «envidia» y la «avaricia» son la versión demonizada del «afán de logro» y de la «proactividad».

En otro artículo (1) les comentaba que para alguien puede ser tan beneficioso reconocer su envidia como para otro es una especie de liberación divulgar su condición de homosexual.

Claro que para las personas que se guían por los postulados religiosos (bíblicos), tendrán en cuenta que la envidia es uno de los Siete Pecados Capitales mientras que la homosexualidad no lo es.

Envidiar el bienestar de los demás es una actitud que hasta suele catalogarse de patológica, pero no podemos olvidar que en nuestra cultura también es patológico para muchas personas haber accedido a un cierto bienestar.

Estoy casi seguro de que no fue este razonamiento el que hizo quien redactó los Siete Pecados Capitales, pero si aún continúan marcando la línea moral de tantas personas, es oportuno preguntarse en pleno siglo 21, si la envidia no será  tan religiosamente condenada por su vinculación con algo que también está condenado: el bienestar.

Es como si la  condena fuera contra quien envidiara ser delincuente: la envidia en sí misma no sería tan grave, lo que sí sería grave es la vocación antisocial que se manifiesta.

La homosexualidad fue considerada como patológica por la medicina y la moral occidentales hasta que la propia evolución ha permitido que actualmente muchas personas (aún no me animo a decir «la mayoría»), aceptamos esa opción sexual con indiferencia.

Pero la envidia sigue considerándose como un rasgo de malignidad, debilidad, amoralidad y notoria vinculación con otro Pecado Capital: la avaricia.

No creo que la envidia y la avaricia sean tan graves.

Creo más bien que los primeros cristianos, en su afán de combatir a los judíos (más prósperos, laboriosos y pragmáticos), demonizaron su «afán de logro» (envidia) y su «proactividad» (avaricia).

 
(Este es el Artículo Nº 1.579)

 

La envidia y la homosexualidad



La envidia tiene semejanzas con la homosexualidad en tanto ambas condiciones avergüenzan a quienes las poseen y causan variados problemas sociales.

A un armario empotrado le llamamos clóset o placar. Es bastante conocida la expresión «salir del clóset» para definir la acción por la que una persona homosexual decide publicar su opción.

Supongo que esta forma de decirlo deriva de que la persona con esa particularidad sabe que la sociedad acepta de buen grado a los heterosexuales que algún día se casarán con alguien del sexo opuesto y gestarán hijos para alegría de la especie, de los propios cónyuges y de los abuelos.

Asimismo siente que la homosexualidad es rechazada por una mayoría y solo aceptada por los demás homosexuales o por quienes gustan mostrarse como liberales.

Los homosexuales que no ocultan su preferencia, ya saben que lo menos malo es asumir la propia condición, aceptarse, tratar de organizar la vida con esa realidad y, sobre todo, hacer el menor escándalo posible en un vano intento de disimular las mortificantes dudas, inseguridades y angustia que acompañan esta decisión crucial (compartir la información, aceptarse, «salir del clóset»).

Esta introducción sirve para comentarles que algo similar deberíamos hacer con la envidia (1).

La furia contenida y mal disimulada que sentimos contra quien parece tan feliz con su familia, con su cuerpo, con su trabajo, es moralmente comparable a la opción sexual que anula la posibilidad de procrear.

Por otra parte, las dificultades que tienen los homosexuales para publicar su forma de desear, parece menor a la que tienen los envidiosos que en muchos casos ni siquiera se dan cuenta que lo son.

No se acostumbra decirle al «envidiado» cuanto lo envidiamos. El malestar que produce su bienestar sólo alienta la muda esperanza de que le vaya mal, con o sin nuestra ayuda.


(Este es el Artículo Nº 1.594)

El linchamiento de Freud



Los varones envidiamos el útero, los senos y la potencial multiorgasmia de las mujeres.

Los jueces en materia penal tienen un trabajo que requiere un gran conocimiento de las leyes, más una rigurosa salud mental que les permita tomar resoluciones (dictar sentencia, dictaminar) con serenidad, más un cierto coraje porque sus dictámenes no siempre son del agrado de los condenados y sus seres queridos.

También tienen que tener en cuenta otro fenómeno menos notorio y que refiere a la «conmoción pública».

De hecho ocurre que alguien que debería ser jurídicamente absuelto, puede ser víctima de un grupo de ciudadanos iracundos con intenciones de hacer justicia por mano propia.

En este caso el juez podría encarcelar al «culpable inocente» para salvarlo de las consecuencias derivadas de la referida «conmoción pública».

En otras palabras, existen casos en los que un juez aumenta la pena para proteger al «jurídicamente inocente» de la «conmoción pública».

Algo parecido pudo ocurrirle a Sigmund Freud cuando tuvo la mala idea de informarle a los ciudadanos que el libre albedrío no existe porque una parte de la psiquis, desvinculada de la conciencia (inconsciente), es en definitiva la que toma esas decisiones que creemos tan propias, controladas, responsables.

Aún hoy algunos psicoanalistas freudianos no admiten que el libre albedrío no existe. Quizá no lo admiten porque no saben organizar sus ideas desde un punto de vista determinista.

No me extrañaría que Freud haya hecho algo parecido para protegerse de la «conmoción pública» que estaba provocando entre sus contemporáneos, al decirles que están gobernados por el inconsciente.

Para protegerse de la «conmoción pública» omitió decir que, si bien las mujeres nos envidian porque tenemos pene, los varones envidiamos a las mujeres porque tienen útero, senos y son (potencialmente) multiorgásmicas.

Si lo hubiera dicho, lo habrían linchado.

Otras menciones del concepto «envidia del útero»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.593)