viernes, 19 de noviembre de 2010

Adular no tiene precio (es des-preciable)

En varios artículos anteriores (1) hice referencia a nuestra necesidad de ser amados, fundamentalmente porque somos tan vulnerables, que si algún adulto no nos cuida cuando somos pequeños, perecemos.

Sin embargo, cuando crecemos, podemos llegar a la conclusión de que no somos tan vulnerables y que, inclusive, hasta podemos hacernos cargo de cuidar a otros (por ejemplo, a nuestros propios hijos).

Este desarrollo no cancela nuestra necesidad de los demás. Nunca llegamos a ser plenamente autosuficientes.

El instinto gregario, el deseo de estar integrados a una familia, una institución o cualquier otro grupo, obedece a que los humanos no podemos ser plenamente independientes, autónomos, autosuficientes.

Esta condición nos obliga a negociar con otros, a obedecer normas, costumbres y hasta caprichos de personas que detentan mayor poder que nosotros y lo ejercen (policías, profesores, gobernantes).

Cuando en una negociación llega el momento en que tenemos que ceder, permitir, obedecer, es probable que busquemos la manera de eludir esas concesiones, pagos, resignaciones.

Las figuras de autoridad en la sociedad que integramos, tienen más poder, son envidiables, parecen detentar la potestad de beneficiarnos o perjudicarnos a su antojo.

Este conjunto de sentimientos (miedo, envidia, amor) que nos inspiran los depositarios del poder, nos impide tener con ellos un vínculo sano, honesto, productivo.

Cuando nuestro miedo hacia el conciudadano más poderoso, se presenta bajo la forma de amor, admiración, obsecuencia, respeto, aprobación incondicional, adulonería, nos perjudicamos ambos de distinta forma.

Es casi una constante que los más perjudicados sean los más débiles y debemos concordar que sentir miedo hacia un semejante nos pone en una situación desventajosa.

Cuando adulamos, simulamos admiración y tratamos de creer que lo que sentimos es amor hacia el poderoso, somos los débiles y por lo tanto los perjudicados.

El autoengaño es tóxico, desmoralizante, debilitante, empobrecedor, no presagia nada bueno.

(1) El hortelano del perro
El instinto gregario y la pobreza
Ser o tener, esa es la cuestión
Te ruego que me respetes
Dimes con quién andas y sabré tu patrimonio
El tráfico de carencias

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La celulitis en las fantasías inconscientes

Las fantasías más influyentes en nuestra conducta, son las inconscientes.

Sobre estas, sólo tenemos hipótesis, teorías, suposiciones.

Sin embargo, este no es un motivo suficiente para descalificarlas, porque cuando partimos de la base de que son ciertas (como hipótesis de trabajo en un proceso terapéutico), notamos que su explicitación produce efectos de cambio.

En otras palabras, algunas fantasías inconscientes parecen muy descabelladas, pero cuando el paciente se entera de que esas ideas disparatadas podrían estar en su mente, luego de descreer de ellas, notamos que los síntomas penosos que lo trajeron a la consulta comienzan a remitir, que la calidad de vida mejora, que ahora le interesan otros asuntos y que sigue afirmando que aquella hipótesis alocada no tiene ninguna relación con estas conquistas.

A modo de ejemplo, compartiré una fantasía inconsciente.

Antes aclaro, que una fantasía consciente es —por ejemplo— la de sacar la lotería para comprarnos una casa, operarnos los senos, provocarle envidia a nuestra cuñada.

Una fantasía inconsciente es la que tienen algunas mujeres (repito: sin saberlo).

Ellas imaginan una relación sexual con tres hombres.

Uno la penetra vaginalmente, otro la penetra analmente y al tercero, ella le practica una fellatio, bebiéndose el semen de la eyaculación.

La lógica (disparatada, pero muy humana) de esta fantasía es la siguiente:

— Quien la penetra vaginalmente, es un hombre muy amado como podría ser su padre, un ídolo de ficción, Dios o cualquier otro que le fecunde un hijo maravilloso;

— Quien la penetra analmente, es un hombre cuyas características están muy próximas a lo animal. Probablemente sea de raza negra, con un pene de grandes proporciones, de actitud impulsiva, bestial;

— Quien le entrega su pene para que lo excite con la boca, es alguien que posee valores que ella desearía incorporar (fuerza, poder, liderazgo, salud, resistencia, sin celulitis).

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