jueves, 4 de abril de 2013

La irritante rigidez de los roles




Las luchas por igualar a hombres y mujeres serían menos estresantes si tuviéramos culturalmente permitido cambiar de roles libremente.

Para darnos cuenta si estamos actuando según los dictados de la Naturaleza o de la cultura, tenemos que detenernos, observarnos, analizar, estudiar, meditar.

Sin embargo, discernir cuál es el origen de nuestros actos no es algo que nos intereses frecuentemente. Más bien actuamos lo mejor que podemos, sobre todo para sentirnos cómodos, para no traernos problemas y suponiendo que la situación actual será reemplazada por otra similar.

Por ejemplo, cuando estamos trabajando desempeñamos nuestro rol habitual (vendedor, administrativo, vigilante, cobrador) hasta que el reloj indica que podemos irnos para nuestra casa. En el vehículo de transporte haremos lo necesario para que el traslado carezca de tropiezos. Llegamos a nuestro hogar y ya no actuaremos ni como empleados ni como pasajeros, sino como padre, madre, hijo, abuelo.

En cada rol, ¿estamos cómodos, querríamos cambiarlo, nos aterroriza modificarlo? No sabemos qué puede inducirnos a cambiar o a conservarlo. Según algunos pensadores, cualquier rol está determinado por la sociedad porque los factores anatómicos, (hombre o mujer), no son suficientes, es la cultura la que nos obliga a comportarnos de cierta manera y tendemos a pensar que está bien que así sea siempre.

Algunos militares a veces desearían jugar un rol de menor responsabilidad y otras veces desearían jugar un rol de mayor autoridad. Un médico puede desear ser enfermero y viceversa. El gerente, abrumado por los problemas, puede envidiar al mensajero y este quizá sueñe con las ventajas de ser gerente.

Las luchas por igualar a hombres y a mujeres serían menos tensas y crispadas si estuviera permitido jugar libremente en uno u otro rol, sin la condena severa que nos impone la cultura, pues es real: no siempre queremos ejercer nuestro sexo asignado.

(Este es el Artículo Nº 1.858)