sábado, 5 de noviembre de 2011

La sublimación por miedo

Los personajes más admirados, famosos y triunfantes, son personas con un cierto talento pero, sobre todo, un fuerte temor a no recibir el amor que todos necesitamos.

«Sublime» es un adjetivo, un modificador del sustantivo, un calificativo caracterizado por significar algo excelente, insuperable, maravilloso.

Estaremos de acuerdo en que cuando algo o alguien se merece el rótulo de «sublime», está dependiendo de una opinión totalmente subjetiva de quien o quienes la pronuncien.

En nuestra cultura vergonzosa, amante del dolor, los suplicios y los mártires, cazadora de quienes disfrutan de la vida, tienen dinero o parecen felices, suele decirse genéricamente que las pasiones personales o colectivas son sublimaciones del deseo sexual.

Dicho de otro modo, subjetivamente tendemos a pensar que un gran cantante, un admirable deportista o un Premio Nobel de química, son personas que han sublimado sus deseos sexuales, derivándolos hacia las actividades que no son condenadas por nuestra moral contraria al disfrute.

Cuando usamos el refrán «las apariencias engañan» estamos refiriéndonos a este retorcimiento de nuestras pasiones básicas hasta convertirlas en otras que reciban la aprobación colectiva.

Y la satisfacción de las expectativas colectivas es obligatoria porque la sanción social para quienes la frustran es muy difícil de soportar.

Bajo una apariencia de libertad en los hechos condenamos a personas de otras razas, idiomas, vestimenta, creencias, opciones.

Y la amenaza mágica que profieren nuestros vecinos parece infantil: «no te quiero más», lo mismo que suelen decirnos los niños cuando se enojan por haber sido molestados por nuestras normas (comer en hora, bañarse, abandonar el parque de diversiones).

En suma: los sublimes personajes que nos llenan de admiración y de envidia, suelen ser personas dotadas de un talento especial pero sobre todo, son individuos que abandonan sus placeres instintivos por temor a perder lo que todos necesitamos: amor, aprobación, compañía.

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La justicia vengativa y la pobreza envidiosa

Del uso del lenguaje depende que los cambios sociales y económicos ocurran o queden bloqueados por décadas.

Alguna vez he comentado sobre los «eufemismos» (1): esos vocablos que comienzan a utilizarse para sustituir otros antiguos y que por algún motivo han generado una connotación desagradable. Así tenemos el caso de «personas grandes» para sustituir a «personas ancianas», «hacer el amor» para sustituir a «copular», «películas condicionadas» para sustituir a «películas pornográficas».

La connotación desagradable de los antiguos vocablos que caen en desuso puede referirse a cuestiones de amor propio, a no querer reconocer que hubo un error.

Un manejo inteligente del lenguaje puede permitir que algo ocurra mientras que un uso torpe del lenguaje puede impedir un hecho.

Estas reflexiones están inspiradas por algunos usos idiomáticos que se hacen en Cuba para poder ir cambiando el modelo revolucionario hacia una economía que mejore el nivel de vida de la población.

Sería contraproducente que los líderes comunicaran un «cambio del modelo revolucionario» porque eso causaría la impresión de que estuvieron equivocados durante medio siglo.

Es más inteligente decir que la nación ingresa en una etapa de actualización del modelo económico.

Algo similar ocurre con el concepto de justicia. Si decimos la cruda realidad, no podemos evitar concluir que se trata lisa y llanamente de una venganza organizada, burocratizada, sistematizada por el Estado.

Para evitar este choque frontal contra la realidad, todos somos educados para creer que la justicia es un valor sublime, excelso, superior. Haciéndolo así, podemos mejorar la convivencia pues efectivamente tramitamos la venganza, aplicamos la Ley del Talión y nadie se siente atacado en su sensibilidad.

Volviendo al caso cubano, es mejor dulcificar paulatinamente la furia que hace medio siglo se desató contra los ricos a reconocer que esa furia no es más que una envidia inconfesada.

(1) Dios es [hacer el] amor

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La enfermedad que nos alivia

Cuando nuestra mente construye historias terroríficas a partir de datos imaginarios, la vida se convierte en un tormento insoportable. En estos casos, buscar certezas puede ser una actitud desesperada que no repara en costos. Por eso la aversión a la duda y a los riesgos, puede ser causa de enfermedad y el consiguiente empobrecimiento.

La convicción nos genera un gran alivio, inclusive cuando el yerro y las consecuencias materiales de esa convicción sean notoriamente perjudiciales.

Para no pensar en todo lo que nos puede pasar, para eludir la mortificación que nos provoca la inseguridad, la duda, el no saber si estamos próximos a sufrir, usamos algunas técnicas:

— Quienes adhieren al «pensamiento único», se oponen a la libertad de expresión y sólo admiten un partido político, una sola religión, una sola opinión. Es la anulación total de la libertad, de la diversidad, de la tolerancia;

— Una «idea fija» es una patología psíquica muy severa que padecen pocas personas aunque en muchos casos diagnosticamos «artesanalmente» esa característica en quienes sólo piensan en una sola cosa (el sexo, la corrupción, la envidia);

— La obsesión tiene semejanzas con la idea «idea fija» pues el obsesivo pierde la capacidad de modificar su conducta para adaptarse mejor a las circunstancias cambiantes. No es temerario suponer que la obsesión (como los ya mencionados), tiene como estímulo privilegiado el control de la mortificante incertidumbre;

— Desde mi punto de vista, podemos padecer cualquier enfermedad, padecimiento o accidente para «ayudar» a nuestra mente a que se fije, concentre, focalice en recuperar la salud, aunque el motivo desencadenante haya sido el apartamiento de la incertidumbre. Una fuerte preocupación «encarcela» el pensamiento cuando su libertad es fuente de dolor.

En suma: Los diferentes procedimientos para eludir la incertidumbre, siempre limitan la potencialidad productiva y por eso son causa probable de empobrecimiento.

Nota: La imagen es un autorretrato de la pintora mexicana Frida Kahlo (1907-1954), titulado «La columna rota».

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