viernes, 2 de agosto de 2013

La abundancia atractiva o irritante







Cuando podemos beneficiarnos,  queremos la abundancia exagerada (para aprender o para curarnos), pero cuando sentimos envidia, rechazados la abundancia exagerada.

Algunos dicen que, para que un buen profesor enseñe un gramo tiene que saber un kilo, es decir, mil veces más.

¿Será cierto? No sé, depende:

— de la filosofía educativa;
— de las promesas publicitarias del centro de enseñanza donde ejerza ese buen profesor;
— de las expectativas de los alumnos y de las exigencias de quienes pagan la enseñanza de esos alumnos.

Claro que alguien puede preguntarse: ¿No será más importante que un buen profesor sepa enseñar lo poco o mucho que sabe?

No faltará el gracioso de nacimiento que diga: «Es preferible rico y sano que pobre y enfermo. », o, ajustándose mejor al caso: «Es preferible alguien que sepa mucho y enseñe bien a otro que sepa poco y enseñe mal».

Todo sería relativamente fácil si nos ciñéramos estrictamente a las ventajas o desventajas de un cierto instituto de enseñanza, pero ocurre que nuestras mentes no son tan estrictas y, cuando queremos acordar, está sacando conclusiones paralelas que sí tienen más trascendencia.

Por ejemplo, quienes pueden, —aunque no todos quienes quieren—, procuran consultar sus malestares a los médicos más encumbrados, aquellos que han escrito libros, que dirigen una cátedra, conferencistas que cobran fortunas por sesenta minutos de disertación ante colegas boquiabiertas por el asombro de tanta sabiduría.

Quizá cuando nos está faltando un gramo de salud busquemos a quien pueda brindarnos un kilo de medicina.

Sin embargo existe otro caso que es más polémico. Si sabemos que alguien gasta mil veces más que nosotros para vivir, ahí empezamos a sentirnos mal con tanta abundancia.

El tema parece explicarse pensando que cuando podemos beneficiarnos, (aprendiendo o curándonos), queremos la abundancia exagerada, pero cuando sentimos envidia, rechazados la abundancia exagerada.

(Este es el Artículo Nº 1.951)

Tristes tardes de domingo




Los padres de Malena hacían y deshacían en la estancia de los Garrido.

Don Braulio Garrido había sacado a la lotería cuando contrató a este matrimonio con una hija, matrimonio este que sabía administrar el establecimiento.

Los Garrido, más que dueños, parecían turistas.

Cada tanto visitaban la gran empresa agropecuaria en tren de paseo y con los padres de Malena hablaban de temas generales, como los que se hablan entre amigos, mientras don Braulio firmaba y firmaba la montaña de papeles que lo esperaba para continuar algún trámite gerenciado por los eficientes administradores.

Malena ya tenía trece años cuando, en una de esas visitas, hizo el amor con el hijo de los Garrido, un muchachote ingenuo, de pocas palabras, que admiraba y envidiaba la locuacidad de la chica.

Ella no quiso estudiar. Los padres podían administrar rentablemente cinco mil hectáreas de campo, pero no podían gobernar a la belicosa jovencita.

Cuando don Garrido se enteró del embarazo puso el grito en el cielo y obligó al muchacho a que se casara con Malena, pero esta lo rechazó de plano. Ni siquiera admitió que le diera el apellido.

Los demás habitantes del campo comentaban y no daban crédito a la decisión de Malena. Pero eso ocurrió.

Lo que sí aceptó fue utilizar una pequeña casa, algo retirada del centro poblado de la estancia, donde se fueron a vivir la madre y el pequeño... «A criarse juntos», como solían comentar socarronamente los peones.

Cuando el niño tenía quince años, y la madre veintinueve, ocurrió algo especial.

A medianoche, durante una tormenta de verano, caracterizadas por la violencia y brevedad, Malena tuvo que levantarse a cerrar una ventana.

Al pasar por el dormitorio del jovencito, en pleno show de flashes y estruendos, lo vio durmiendo boca arriba en estado de erección.

Sintió un puño que le atenazaba el estómago y como una autómata llegó hasta el catre del hijo, beso su pene y tragó el semen, sin que el muchacho se despertara.

Como toda la sabiduría de Malena estaba basada en ser sincera, costara lo que costara, su hijo también era incondicionalmente apegado a decir la verdad.

Mientras el chico se empinaba un tazón con café con leche, ella le contó lo sucedido sin que esa información despertara en él alguna pregunta.

Cuando tuvo edad para irse a la ciudad, quiso el destino que el joven consultara a varios psicólogos, preocupado porque los domingos de tarde sentía una tristeza exagerada.

Lo curioso es que todos esos profesionales focalizaban su atención en la relación incestuosa, sin imaginar que en nuestra cultura, si alguien fuera tan sincero como el muchacho tendría tantos enemigos que padecería angustia los siete días de la semana.

(Este es el Artículo Nº 1.958)

Percibimos el dolor pero no el alivio



Los menos favorecidos sufren más porque celan y envidian a los ricos. Estos no son conscientes de su bienestar.

¿Recordáis la Fiesta de San Fermín, en Pamplona, donde la gente corre 849 metros delante de toros que solo avanzan, llevándose por delante y pisoteando a cualquiera que se le atraviese? Bien, la madre de Sofía, con su sinceridad, es como cualquiera de esos toros: embiste y pisotea a quienes se le atraviesen en el camino.

La madre de Sofía y la Fiesta de San Fermín tienen defensores y detractores.

Esa característica de la señora fue muy trascendente para sus hijos porque ella prefería al varón y apenas toleraba a la hija.

Esta niña tuvo celos y envidia porque su instinto de conservación la ponía en pie de guerra cuando la madre no disimulaba la predilección por Antonio, un varoncito que pocas veces se dio cuenta de los beneficios que recibía y de la penosa situación de su hermana.

Sin embargo, Sofía no podía dejar de culparlo porque imaginaba que el niño hacía cosas a propósito para perjudicarla.

Para Sofía fue difícil comprender que era su mamá la  causante de las injusticias porque así somos los humanos: no acusamos a los culpables sino a quienes podemos acusar.

Como la niña necesitaba la poca atención que le daba su mamá no pudo aceptar que ésta era la responsable de tan grosera discriminación.

Nuestro discernimiento es tan débil y vulnerable que difícilmente podamos ser justos, especialmente juzgando aquello que nos perjudica, con la determinación del culpable, con la identificación de nuestros enemigos.

Así funcionamos y no es extraño que también los Ministerios de Justicia tengan más dificultades en castigar a un ciudadano rico que a uno pobre.

Los ricos, al igual que Antonio, realmente no se dan cuenta de que son privilegiados.

(Este es el Artículo Nº 1.935)

Por la envidia tenemos cultura



La «envidia» siempre es buena porque significa emulación, imitación  y estos son los motores del aprendizaje: eje de la cultura.

Como quien pide perdón antes de cometer un desatino, alguien inventó los conceptos «envidia buena» o «envidia sana».

De este hecho social, porque quien lo haya inventado logró una creación que ganó popularidad, se desprende que la «envidia» a secas, es mala o enferma.

Porque es mágico, mi adorado libro de cabecera también me sirve en esta ocasión.

Efectivamente, el Diccionario (1) dice que «envidia» es:

Tristeza o pesar del bien ajeno.
Emulación, deseo de algo que no se posee.

Como este libro mágico es mío, yo no soy de él, por eso me permito leerlo con una actitud crítica y decir, por ejemplo, que «envidia» no es solamente la tristeza por el bien ajeno sino, quizá también, el deseo de sentirme tan bien como el otro.

Claro que en este caso no solo anhelo intensamente acceder al bienestar del otro sino que además supongo, en el acierto o en el error, que está tan feliz porque dispone de ese objeto que aparentemente es causa de su alegría.

Por lo tanto para envidiar tengo que suponer cuál es la causa de una alegría que también yo desearía tener.

Para que alguien haga esa interpretación debe creer que con solo poseer algo es posible modificar y mantener un cierto estado de ánimo positivo. De ser así, envidiar no sería algo malo sino simplemente erróneo pues es imposible que con solo tener algo en particular sea viable mejorar y mantener elevado bienestar. El error estaría en suponer que acceder a esa situación es algo excesivamente simple, monocausal, fácil de entender.

Pero como vemos en la segunda definición, «envidia» también es emulación y esta es el motor del aprendizaje: eje de la cultura.

 
(Este es el Artículo Nº 1.950)