martes, 7 de junio de 2011

Las ganancias excesivas

La intención de perjudicar a un semejante sigue funcionando porque en algún momento cualquiera de nosotros procura aprovecharse de alguien que nos aventaja en malicia.

Es probable que nuestro hijo de seis años, con inteligencia normal, entregue su bicicleta a cambio de un vistosa figurita con la foto de un jugador de water-polo de Ucrania, calculando que poseer para siempre la imagen de un rubio enorme comiéndose una banana en actitud simiesca es algo fascinante y mucho valioso que esa bicicleta que usa desde hace seis meses.

En su escala de valores hizo el gran negocio y no sólo poseerá el excelente trofeo sino que en las próximas reuniones familiares los padres orgullosos le pedirán que les cuente a los tíos una y otra vez, cómo fue que planificó y perpetró una transacción tan gananciosa.

Ya es lo suficientemente hábil como para esperar el mejor momento para comunicar la noticia. Quizá lo haga a la hora de la cena, interrumpiendo la discusión de los padres que tienen que renovar el contrato de alquiler con una suba en el precio que aún no saben si podrán pagar.

De paso aprovechará para que la hermana mayor se ponga verde de envidia y celos al ver que el más chico —a quien vive dando órdenes y denunciándolo con imperdonable infidelidad—, es mil veces más inteligente que ella y que tendrá un maravilloso futuro de prosperidad y que hará una gran fortuna dedicándose a negocios como este.

Con ese compendio de fantasías optimistas, cada uno se imaginará cuán doloroso será para este niño el aterrizaje en la realidad cuando los padres quieran matarlo por ingenuo y la hermana no pare de reírse de su hermano tonto.

¿Verdad que esto le puede pasar a cualquiera aunque tengamos veinte años más que nuestro amiguito?

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El embarazo de ambos sexos

El deseo de gestar es de ambos sexos. Ellas pueden lograrlo realmente y ellos pueden aparentarlo con grandes creaciones. También es una metáfora eficaz buscar situaciones embarazosas que nos estorben, enlentezcan o retarden.

Si nos dirigimos a nuestro frecuentado amigo el Diccionario de la Real Academia, observaremos con cierta sorpresa que el verbo embarazar tiene como primera acepción nada menos que «Impedir, estorbar, retardar algo».

En otro artículo (1) les decía que la naturaleza sigue sobrecargando al sexo femenino con el compromiso biológico de gestar y alimentar a los nuevos ejemplares de nuestra especie.

Sin embargo el deseo humano no responde a ninguna lógica y el propio sentido común suele malinterpretarlo.

Hasta donde he podido observar las mujeres, desde que tienen dos o más años, ya empiezan a jugar preferentemente con la fantasía de que son madres y cuando la menstruación ha quedado muy atrás, continúan teniendo actitudes maternales.

O sea que el embarazo implica un gran esfuerzo pero igualmente es deseado.

Esto no sería nada comparado con algo aún más increíble: ¡los varones también queremos ser madres!

Estoy convencido de que los hombres tenemos una «envidia del útero» que se compensa precariamente con una pasión creadora imparable. Hacemos puentes, edificios, máquinas, esculturas (imagen).

Es muy poco probable que una mujer haga tanto esfuerzo. Ellas tienen resuelto su afán de realización tan solo gestando y criando un hijo.

Lingüísticamente tenemos un detalle interesante para considerar.

Si el verbo «embarazar» significa principalmente «impedir, estorbar», es muy probable que algunas personas, en su afán por satisfacer ese extraño placer de gestar, busquen situaciones en las que se vean «impedidos o estorbados».

En suma: Algunas faltas de rendimiento laboral, la baja productividad de nuestro esfuerzo puede ser causado porque buscamos situaciones complejas, molestas, que retarden nuestra producción, es decir: embarazosas.

(1) La naturaleza sobrecarga a las mujeres

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La justicia y el egoísmo

Denunciar las injusticias recibe aprobación cuando el acusador cuenta con motivos suficientemente egoístas.

¿Qué motivo podemos tener para denunciar una mala acción cometida por otra persona?

En términos generales el más común y justificado es el haber sido la víctima directa de esa mala acción.

Por ejemplo: «Señor policía, esta persona se apoderó de mi bicicleta y no quiere devolvérmela. Por favor, intervenga.»

Otro motivo frecuente es el haber sido testigo de un ilícito de tal importancia cuyo ocultamiento nos convierta automáticamente en cómplices.

Por ejemplo: «Señor policía, en esa casa venden cocaína a menores de edad. Lo he comprobado con mis propios ojos».

Otro motivo frecuente es la envidia. Está menos justificado pero ocurre.

Por ejemplo: «Señor policía, mi vecino cambia de auto todos los años y es un simple empleado de la Oficina de Correos. Puede estar teniendo un enriquecimiento ilícito.»

Otro motivo frecuente es la defensa incondicional de los valores morales. Para quienes comparten esa filosofía de vida la denuncia es una actitud encomiable y para el resto no es más que un idealismo combinado con una incitación a la violencia.

Efectivamente, en nuestra cultura parece conveniente no ser comedido, complaciente, servicial, oficioso.

Parecería ser que estamos obligados a denunciar un ilícito sólo en el caso de que la ley considere que la omisión equivale a una complicidad (no denunciar un crimen, por ejemplo).

Excepto esos delitos muy graves, los ciudadanos podemos hacer la vista gorda, hacernos los desentendidos, mirar para otro lado, no involucrarnos, y nada nos ocurrirá.

El propio sistema policial y judicial tienen la fama de no ser amables con los testigos, denunciantes, colaboradores (excepto en la ficción: cine, teatro, novelas).

En suma: el afán justiciero no se valida por la moral en forma abstracta, sino cuando el demandante tiene razones egoístas suficientes.

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El flotador de piedra

Quienes recomiendan (aconsejan, enseñan) soluciones difíciles, costosas, esforzadas, buscan inspirar admiración, envidia y aplausos, sin importarle qué poco están colaborando con las necesidades del consultante.

Después de cierta edad (seis o siete años), sabemos que cuando queremos hablar bien de nosotros mismos, no podemos decir explícitamente «soy inteligente», «¿verdad que soy linda?», «nadie me supera jugando al fútbol».

Tanto es así que decirlo es una receta infalible para hacer reír.

Pero esta represión cultural —como cualquier otra represión—, no anula el deseo de estimular nuestro ego buscando la aprobación universal de cómo somos.

La represión está bien bautizada con ese nombre porque el fenómeno psíquico se parece mucho a lo que ocurre con una represa que interrumpe el curso de una corriente de agua: esta intenta fluir y si encuentra un obstáculo aumenta el volumen, presiona tanto como para romper el muro o se derrama inundando grandes extensiones de terreno.

Es muy costoso para los humanos (y para los castores) obstaculizar el flujo de agua y (sólo para los humanos) obstaculizar el fluir del deseo.

Nos cuesta mucho frenar las ganas que tenemos de ser alabados, homenajeados, ovacionados.

Entonces aparecen las estrategias, ardides, artimañas para lograr admiración, piropos, envidia.

Por ejemplo:

— las personas que son naturalmente delgadas como es moda actualmente (año 2011), probablemente digan que hacen grandes sacrificios para mantenerse con esa figura o digan lo contrario, que comen de todo y hacen vida sedentaria.

En el primer caso buscan ser admirados por su disciplina y en el segundo por la suerte de tener un cuerpo privilegiado;

— si alguien tiene que dar un consejo o enseñar un procedimiento, propondrá la solución (método, recorrido) más sacrificada, costosa y preferentemente imposible, para que el otro admire cuánta capacidad de realización (fuerza, resistencia, dinero) tiene este consejero narcisista.

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Venderse sin ser comprado

Todos tenemos características (talento, habilidad, destreza, belleza, arte) que otros pueden apreciar y desear tanto como para comprarlos en una negociación digna.

«La suerte de la fea la bonita la desea» dice un refrán muy conocido entre los hispanos.

De hecho se está afirmando que la fealdad es una cualidad envidiable.

La existencia del proverbio está justificada porque afirma un hecho paradojal, al que no se accede por la vía del sentido común.

Poseer las características estéticas que están a la moda, puede convertir la existencia en un infierno porque el asedio de muchas personas con diferentes criterios culturales de lo que es discreción, convierte a la «hermosa y agraciada» en una verdadera desgraciada, porque la mujer que no posee la belleza que está de moda, seguramente tiene una vida más tranquila, con menos conflictos, se siente más respetada por todos.

Cuando un prejuicio funciona como verdad ocurren este tipo de cosas.

En este caso, el prejuicio es que ser bello es mejor que ser poco atractivo. El prejuicio es también que en términos de consideración y popularidad, es mejor que nos sobren admiradores a que nos falten. Otro prejuicio ascendió al grado de refrán y se formula de varias maneras: «lo que abunda, no daña», «más vale que sobre y no que falte», «no por mucho pan es mal año.»

¿Cómo elegir la forma de ganarnos la vida?

— Describir con paciencia, profundidad, extensión, cuáles son nuestros talentos más apreciados por quienes nos conocen (familiares, maestros, amigos);

— Considerar esa lista de aptitudes, como nuestros recursos naturales comercializables;

— Finalmente, buscar con paciencia, profundidad y extensión, dónde compran mejor esas características que la naturaleza nos asignó.

En suma: Todos tenemos algo bello que otros valoran sin asediarnos, acosarnos, depredarnos, sino que pueden respetar, considerar y valorar tanto como para pagar por ello.

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El drama de luchar a muerte

Para vivir la naturaleza nos reclama una lucha a muerte, sin embargo en nuestra escala de valores, la tranquilidad, la paz y la serenidad son objetivos privilegiados.

Aunque suene trágico, la vida es el resultado de una lucha a muerte.

Desde el punto de vista biológico, nuestro cuerpo combate constantemente a millones de microorganismos que desean colonizarnos y depredarnos.

Por razones mecánicas, estamos continuamente venciendo la ley de la gravedad que nos atrae hacia el suelo y también soportamos sobre nuestros hombros una columna de aire que tiene varios kilómetros de altura (presión atmosférica).

Nos socializamos por la disparidad de intereses que hay entre nosotros.

La socialización tanto es de alianza como de combate. Nos juntamos para luchar contra quienes se oponen a nuestra conveniencia (partidos políticos, sindicatos, logias) y también con el oponente entablamos un vínculo caracterizado por la oposición.

En este sentido, amar y odiar, cooperar y envidiar, son sentimientos que nos vinculan.

Hasta es posible afirmar que la indiferencia (el no-sentimiento) es aquello que no participa de nuestra lucha a muerte por seguir viviendo (aliados y oponentes).

No termina acá el campo de las luchas. En nuestro interior también pensamos y tomamos decisiones luego de un proceso conflictivo en el cual factores favorables y desfavorables, deseados y rechazados, nos mantienen en lucha durante el proceso de evaluación de los pros y los contras que tenemos que considerar.

Este artículo describe algo que hacemos constantemente: vivir.

El objeto de este artículo es evitar la pérdida de energía que nos ocurre por no tener presente que esas vicisitudes que nos angustian son normales, esperables, imprescindibles.

Ya hemos logrado tomar con naturalidad las molestias que provocan tener hambre o la necesidad de orinar. Llegará el momento en que también les quitaremos dramatismo a estas luchas a muerte.

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