martes, 1 de mayo de 2012

Las redes sociales y la pobreza


Las personas intolerantes son irritables y aplican mayor ímpetu para evitar las molestias de la pobreza.

La actitud emprendedora contiene básicamente rasgos tan notorios como la ansiedad, el placer por competir, la ambición y el afán de logro.

Otras características menos visibles son: agresividad, envidia, egoísmo e intolerancia.

La intolerancia incluye por supuesto la baja tolerancia a la frustración. A los emprendedores suele gustarles menos que a otros que sus planes se vean interrumpidos, postergados, fracasados.

Cuando están contrariados por los infortunios, se ponen de mal humor y tanto reaccionan contra sí mismos (autoagresivos) como contra cualquiera que tengan cerca (heteroagresivos).

La propia condición de emprendedores contiene necesariamente el predominio de la insatisfacción. Difícilmente estén conformes con sus logros por mucho tiempo. El bienestar es breve. Están siempre subiendo una escalera, amando apasionadamente al próximo escalón del que se aburrirán muy pronto para enamorarse del siguiente peldaño.

En otro artículo les comentaba que las redes sociales (1) nos permiten elegir a nuestros amigos entre millones de personas, gracias a lo cual se vuelve posible que nos rodeemos de quienes ya eran iguales a nosotros y así evitarnos el esfuerzo de tolerar a quienes tienen preferencias distintas a las nuestras (familiares, amigos, compañeros de estudio o de trabajo, vecinos).

Dicho de otro modo, las modernas tecnologías de la comunicación no estimulan el desarrollo de la tolerancia, la paciencia o la flexibilidad, pues en lugar de tener que aplicar esos recursos psicológicos para adaptarnos a quienes tuviéramos que acercarnos, en las redes sociales nos acercamos a quienes naturalmente gustan y piensan como nosotros.

Esta menor necesidad de tolerancia no se queda en el ámbito social, también nos volvemos intolerantes con las carencias, las imperfecciones, las demoras.

En suma: Es probable que al ser menos tolerantes también luchemos más enérgicamente contra nuestra pobreza.



El fracaso ajeno



Nos sentimos orgullosos de las proezas humanas aunque secretamente alentamos la esperanza de que esos grandes triunfadores fracasen estrepitosamente.

Hoy (15-04-2012) se cumplen 100 años del hundimiento del Titanic.

Como no podía ser de otra manera, todos los medios de comunicación hacen sus notas (originales, recicladas, copiadas), sobre aquella tragedia que tuvo la extraña particularidad de ser especialmente recordada, inclusive más que otras de mayor gravedad en cuanto a la pérdida de vidas humanas.

Algo que estimula la reflexión es averiguar la causa por la que este recuerdo es tan perdurable, por la que el caso es tan famoso, por la que se han tejido tantas historias, filmadas o no.

Según una nota publicada ayer por los redactores de la cadena CNN en español (1), la causa estaría dada en la fuerza dramática del accidente.

Esa «fuerza dramática» se concentra en que la población siniestrada (los ocupantes del buque) se vio en la necesidad de tomar una decisión final, a luchar contra un desastre que había sido expresamente imprevisto pues los armadores del barco aseguraban que era imposible de hundir.

El artículo de CNN agrega que la otra gran tragedia que permanecerá en el recuerdo por contener similares características (decisión final, imprevisibilidad), es el abatimiento de las Torres Gemelas del 11-09-2001.

La fama del hundimiento del Titanic tiene para el psicoanálisis causas diferentes.

Cuando los humanos hacemos algo que nos sorprende por su magnificencia (las pirámides de Egipto, el Titanic, el avión supersónico Concorde), quedamos maravillados de la proeza, orgullosos de nuestra superioridad sobre el resto de los animales pero en espera de un estruendoso fracaso.

Quizá el Titanic sea recordado porque nos dio la satisfacción de fracasar, el Concorde quedó inactivo por problemas técnicos y como las pirámides aún no se cayeron, suponemos que fueron construidas por extraterrestres.

(1) Nota periodística sobre el hundimiento del Titanic 

 
(Este es el Artículo Nº 1.544)


La celulitis como agente económico



El enemigo número uno de la mujer es la celulitis pero gracias a esta particularidad femenina, la economía de mercado se conserva saludable.

En otro artículo (1) hacía mención a que las mujeres generan deseos. Si los deseos son un factor de energía, movilidad y acción, ellas funcionan como usinas eléctricas.

El capitalismo o economía de mercado funciona bien cuando las personas, constituidos en agentes económicos, consumimos más y más. La lógica de este modelo es no parar de trabajar en forma competitiva, poniendo todo el entusiasmo posible, para ganar mucho dinero que gastaremos en satisfacer necesidades y deseos, muchos de los cuales son definitivamente superficiales, imaginarios, artificiales.

Ese dinamismo que le da vida a una economía de mercado necesita la disconformidad patológica, enfermiza, exagerada.

Los ciudadanos que vivimos en este régimen, estamos alineados con él si estamos permanentemente insatisfechos, ansiosos, envidiando lo que se compró el vecino, despreciando cualquier cosa minutos después de haberla comprado.

Dentro de todo lo que tenemos para comprar se incluyen por supuesto los servicios: viajes, diversión, cuidados personales.

Las «usinas eléctricas humanas», las mujeres en su calidad de generadoras de deseos, deberán tener baja autoestima.

Ellas deben verse imperfectas, fuera de moda, poco atractivas, gordas, envejecidas, pobremente vestidas, con mal olor, con dientes amarillos y dedicar gran parte de la preocupación diaria, mensual y anual a la muy femenina celulitis.

Esta característica del sexo, sin la cual una mujer no es tan mujer, deseada por los transexuales que nacieron con el cuerpo equivocado, es imprescindible para el sistema capitalista.

La celulitis, por estar en el centro de la angustia, la mortificación y la baja autoestima nada menos que de las principales promotoras del dinamismo de la especie, es el humilde protagonista de una maquinara que no debe parar de consumir, trabajar, frustrarse, envidiar, angustiar, producir.


(Este es el Artículo Nº 1.522)