domingo, 2 de octubre de 2011

Envidiamos a los ladrones

Los ladrones nos provocan envidia. Esto nos confunde y desorienta, nos irrita, nos impide encontrar soluciones para la delincuencia.

Según algunas fuentes tan poco confiables como cualquier otra, la pobreza extrema (indigencia) provoca el 3% (tres de cada cien) de los atentados contra la propiedad (robo).

Hasta donde puedo comprender con mentalidad psicoanalítica, el resto de los delitos están provocados por personas (casi todos hombres) que se dedican a esta actividad porque poseen la vocación suficiente y el talento necesario.

Una sociedad está organizada en forma de red de pesca; si los vínculos son representados por hilos que tocan a uno y otro ciudadano, el entrecruzamiento de esos «hilos» generaría algo similar a una tela.

En términos sociales, es posible decir que «todos estamos vinculados con todos» (directa o indirectamente, convendría agregar).

Los humanos tenemos ciertas características, siendo una de las más importantes que casi no conocemos nuestra psiquis (ni la propia ni la ajena).

Como agravante de este desconocimiento de nuestra especie, se agrega que deseamos e imaginamos ser de una determinada manera. Queremos (imaginamos) ser inteligentes, simpáticos, honestos, veloces, infalibles, y en general, poseer cualquier otro atributo que nos aporte valor.

En suma: nuestra inteligencia es poco apta para auto conocernos y además está distorsionada por los prejuicios (de que somos maravillosos, ...).

Los humanos aceptamos la propiedad privada a regañadientes. Queremos ser dueños de todo pero nos cuesta aceptar que otros sean dueños de algo.

Los humanos aceptamos a regañadientes que otros sean más felices. Nos cuesta no agredir a quienes exhiben mejor calidad de vida que la nuestra.

Creemos

— que los ladrones son más felices que los honestos,
— que trabajan menos,
— que si no fuera porque somos tan honestos, seríamos felices.

Conclusión: Los ladrones nos irritan porque los envidiamos, sobre todo si nos roban.

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El sobreendeudamiento y los privilegios

Los privilegios generan envidia aunque para conservar esa ventaja el privilegiado tenga que soportar presiones que lo hacen repudiar eso que provoca envidia.

Porque mi madre era maestra, fui a las escuelas donde ella trabajaba.

Sus compañeras tenían una especial consideración conmigo. Por ese motivo mis compañeros me envidiaban.

Todos suponíamos que mis calificaciones eran excelentes porque las maestras querían quedar bien con su amiga. Por ese motivo mis compañeros me envidiaban.

Los niños suelen creer que los profesionales nacen, no se hacen. Para ellos es algo genético. La sabiduría brota por sus poros. Los hijos de maestra también son genéticamente sabios. Por ese motivo mis compañeros me envidiaban.

Este clima social para un niño en edad escolar es muy extraño. Yo no sabía qué hacer con tantos honores, ventajas, riquezas.

Lo que mis compañeros no sabían era cómo vivía yo esas ventajas que ellos envidiaban.

A los niños comunes les ponen la nota por lo que han logrado y a los hijos de las maestras les ponen la nota por lo que tendrán que lograr, quieran o no quieran, sin importar los litros de lágrimas que derramen.

Los niños comunes producen primero y cobran (la calificación) después. Los hijos de maestra cobran primero y tienen que producir después, puedan o no puedan, les guste o no, tengan o no la inteligencia suficiente.

Los niños que tienen el dudoso privilegio de ser hijos de la maestra viven «sobreendeudados » (fueron calificados tomando en cuenta rendimientos futuros), bajo la presión agobiante de la obligación. Viven prematuramente a crédito.

Es posible deducir que algunos adultos perjudicados por el costo emocional y económico de estar sobreendeudados, necesitaron sentirse privilegiados, envidiados, «hijos de la maestra».

En suma: Algunos sobreendeudados gozaron (necesitaron) el beneficio de sentirse dignos de crédito, confiables, amados.

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La pobreza inconsciente

Conscientemente queremos ser ricos aún cuando hipócritamente rechacemos esa condición. Como la mayoría obedecemos al inconsciente y este quiere ser pobre como los demás animales, los ricos son las excepciones que evaden el mandato del inconsciente.

Ocultamos la riqueza:

— Para evitar los efectos devastadores de la envidia que otros puedan sentir;

— Porque la sociedad ejerce una mayor presión impositiva sobre quienes más tienen para dar, es decir que aunque somos todos valorativamente iguales, a los ricos se les exige un mayor esfuerzo, cosa que a nadie le gusta;

— Los delincuentes prefieren a los ricos para perpetrar sus fechorías pues el afán de lucro es el principal estímulos de su actividad;

— La religión mayoritaria (católica) condena a los ricos, sin importar que el Vaticano ostente fortunas en medio de la miseria que la rodea;

— Las corrientes de izquierda, de forma similar a como lo hace la iglesia católica, agita un discurso moralista contra la mezquindad, avaricia, inescrupulosidad de los ricos, aunque entre sus filas militen personas con grandes patrimonios;

— Existe la creencia de que el dinero hace la felicidad, aunque simultáneamente todos repetimos mecánicamente que eso no es así;

— Los humanos suponemos que mucho dinero equivale a mucha salud, mucha alegría, mucho poder y eso despierta la envidia ya mencionada pero también indisimulada agresividad porque esas ventajas y privilegios están ideológicamente demonizados.

El ser humano, con o sin fortuna, necesita ser amado, huye de los ambientes geográfica y socialmente hostiles, tiende a buscar lo mejor a cambio del menor esfuerzo (1). Por eso la condición de rico es rechazada instintivamente aunque nuestra racionalidad consciente nos hace pensar que sería lindo tener mucho dinero y que no hay nada mejor que el poder económico.

En suma: Conscientemente queremos ser ricos pero inconscientemente buscamos la pobreza económica que tienen los demás animales.

(1) Sobre la indolencia universal

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Criterios de decisión de un votante

El razonamiento que hacemos los votantes para entregar nuestro voto es pobre, infantil, desorganizado, impulsivo, coyuntural, nada confiable.

Como detento el envidiable privilegio de no saber nada de la política de España, me abocaré en este artículo a opinar sobre su actual presidente.

Quienes conocen de política profunda saben que los mejores yacimientos de sabiduría radican en las amas de casa, en los poetas y en los ignorantes (en orden ascendente).

Casi todo el mundo lo llama por el apellido de la madre (Zapatero). En la cuna del machismo latinoamericano, a su presidente le ignoran el apellido paterno, alegando con total razón que los rodríguez son infinidad.

Pero además, pensando con cabeza de marketinero yanqui, tiene un fuerte poder pregnante (no sé qué quiere decir, pero lo tiene) por aquello de «zapatero a tus zapatos».

Para comprender mejor el efecto hipnótico de este apellido, recordemos que la moral de los españoles anda por el suelo porque la crisis económica los está maltratando hace muchos años.

No se me escapa que además del apellido materno y significativo, el hombre tiene una cara particularmente atractiva para quienes construyen un personaje tatuándolo en la retina de la población: los fotógrafos.

Con ese rostro dan de comer a sus hijos una legión de caricaturistas con lo que no sólo se obtiene el efecto social directo sino también alentar, alegrar, entusiasmar a los ciudadanos votantes.

La deformación elegante, artística pero también un poco desenfadada que se publica en un periódico, causa gracia y relativiza el poder, prestigio y brillo del caricaturizado.

Si un gran personaje tiene condiciones para ser caricaturizado, permite suponer que es accesible, humilde, sin excesivo amor propio.

Pero lo más importante es su parecido con el humorista británico Rowan Atkinson (Mr. Bean).

En suma: un personaje popular se construye sumando importantes atributos.

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El poder del pensamiento

«Querer es poder» piensan quienes creen en la desgracia provocada por una maldición y hasta prefieren empobrecer antes que ser envidiados.

Nuestra flexibilidad de criterio está al servicio de nuestro bienestar.

Gracias a esa elasticidad podemos aplaudir a un narcotraficante porque donó una estufa eléctrica en la escuela de nuestro hijo, podemos votar al peor político de nuestro partido y hacer campaña en contra del mejor político del partido opositor y tenemos leyes que no consideran delito que un padre oculte a su hijo delincuente.

Y ya que menciono a la delincuencia, los humanos podemos sentirnos identificados con un ciudadano poderoso, popular, rico utilizando el mismo grupo de sentimientos con el que desconocemos la condición humana de quienes están pupilos en los centros de reclusión (cárceles, reformatorios, manicomios).

Dicho de otro modo: nos identificamos con los prestigiosos y no lo hacemos con los menos favorecidos. Amamos a los ganadores y despreciamos a los perdedores. Reverenciamos a los temibles y «hacemos leña del árbol caído».

Cuando nos complace identificarnos con un semejante, podemos sentir sentimientos de hermandad hacia él. De hecho algunas religiones lo explicitan cuando se refieren a otros adherentes al mismo credo.

«Nada mejor que formar parte de una familia», dice la mayoría.

Efectivamente existe el convencimiento en que una familia es la mejor forma de agrupación.

Sin embargo en este grupo también ocurren circunstancias adversas que arrancan lágrimas de indignación en algunos integrantes.

Los celos entre hermanos son eternos y universales.

Y los celos se agravan con la envidia. Quienes saben lo que se siente por un hermano envidiado, jamás querrían recibir ese sentimiento.

Quien cree en la omnipotencia del pensamiento («Si deseo que alguien muera, morirá»), se horroriza de que alguien sienta por él lo que él siente por quienes envidia.

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