Sentimos por comparación: sonido sobre silencio, salado sobre desabrido, blanco sobre negro.
Por lo tanto, como primer conclusión —y a pesar de que «las comparaciones son odiosas»—, es necesario comparar.
También comparamos felicidades.
Si veo que mi amigo está muy contento con su auto nuevo, seguramente pensaré que yo podría estar tan feliz como él si cambiara mi ruidoso vehículo por uno nuevo.
Esta comparación de felicidades es el componente principal de la envidia.
Si dejamos de lado los juicios de valor («la envidia es un sentimiento negativo», «no deberías ser envidioso»), concluiríamos que ese sentimiento nos estimula para progresar, para estar mejor y en definitiva, para trabajar en beneficio individual y de la especie (única misión de cada individuo de cada especie).
Pero este incomprendido sentimiento (la envidia) es más importante aún de lo que acabo de señalar.
La medicina en todos los países occidentales es una institución importantísima. Podríamos llamarla «policía sanitaria» porque sus criterios científicos suelen tener fuerza de ley.
Uno de los procedimientos clásicos de esta institución consiste en determinar qué es un cuerpo sano.
Para ello decreta que el nivel de azúcar y colesterol en la sangre deberá ser uno determinado, o decreta que el peso de una persona debe ser alguno en particular y no cualquiera.
Con esos datos decretados hace comparaciones y nos dice a cada uno si estamos bien o mal.
Si estamos mal, nos sugiere igualarnos con esos modelos aceptables.
Para tener los valores exigidos por la medicina, tenemos que envidiar a quienes los poseen y hacer lo mismo que ellos.
En suma: la envidia es un sentimiento oficial e institucionalizado.
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