El dinero es una mercancía que puede canjearse por cualquier otra mercancía. Cuando el dinero no existía, las personas tenían que destinar mucho tiempo y energía en encontrar a quien tuviera lo que necesitáramos y que casualmente necesitara lo que teníamos para ofrecer.
Con dinero en nuestro poder, sólo tenemos que dedicarnos a buscar a quien posea lo que necesitamos porque seguramente aceptará nuestra mercancía-dinero.
La cualidad de ser universalmente aceptado lo ubica en el tope del ranking de popularidad. ¿Se imagina a un artista que fuera aplaudido por todos? ¿Que todas las personas estuvieran dispuestas a pagar una entrada para ver su actuación?
Como todos necesitamos ser aceptados y amados, toda persona u objeto que logre ese propósito, se constituirá en un modelo a imitar. Querremos parecernos a quien (o «a lo que») tenga la posibilidad de ser aceptado y amado.
Aunque bastante criticada, la envidia es el sentimiento que todos tenemos hacia quien (o «hacia lo que») logra ese preciado objetivo: ser aceptado y amado.
La envidia es criticada porque incluye el deseo de comerse al envidiado en la creencia de que así incorporaremos eso que lo vuelve aceptado y amado. Por lo tanto, la envidia incluye un deseo criminal.
Volvamos al dinero. En nuestra psiquis es, además de una mercancía, un símbolo que representa «lo más aceptado y amado». Por eso sentimos hacia él envidia y deseos criminales de incorporar su fantástica popularidad.
Con este trasfondo afectivo, no es raro que mucha gente esté enemistada con el dinero y lo mantenga lo más lejos posible, provocándose así la pobreza patológica.
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