miércoles, 22 de diciembre de 2010

La fobia al dinero es una vacuna

Estamos cursando una época del año (diciembre de 2010) en el que tradicionalmente aumentan las compras.

En casi todos los países, los asalariados reciben un aguinaldo, que —si ya no fue gastado anticipadamente—, estará destinado en gran parte a comprar objetos de variada índole, adornos, máquinas, alimentos especiales, regalos.

La pasión por adquirir es la misma que la pasión por tener dinero, por enriquecerse, por ahorrar.

Efectivamente, en tanto el dinero es una mercancía (sólo que puede canjearse por cualquier otra), el gusto por comprar y por ganar dinero, son similares, aunque parecerían opuestos porque toda compra implica un desembolso de dinero.

Se puede afirmar que a una mayoría le resulta más difícil hablar de dinero (ingresos, patrimonio, administración, expectativas, ambición, escrúpulos para ganarlo) que de su propia sexualidad.

Esta dificultad para poder hablar de dinero lo convierte en un tema misterioso, tabú, incontrolable.

Las necesidades y deseos en general, suelen tener un límite tangible.

El placer por pasear, divertirse, comer, beber y tener sexo están controlados por nuestro cuerpo que emite señales de saciedad muy ejecutivas, inhibitorias, coactivas.

Ante cualquier exceso, sentimos un desgano que nos obliga a interrumpir la acción.

Sin embargo, con la pasión adquisitiva (de dinero o de objetos), esto nunca ocurre.

El descontrol en los gastos nos provoca problemas de larga duración (escasez, endeudamiento, pérdidas), mientras que la ambición desmedida, parece no tener fin y quien la padece sufre una esclavitud que paradójicamente, otros no comprenden en tanto suele ser motivo de envidia.

En suma: esta falta de control orgánico sobre nuestras necesidades o deseos de adquirir dinero, podemos resolverla con una drástica actitud opuesta, es decir, con una fobia (al dinero) que provocará una pobreza patológica.

La ambición y consumismo descontrolados, generan ansiedad, pánico, miedo. La fobia al dinero, canjea tranquilidad por pobreza.

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Cómo ser famoso y popular

¿Alguna vez se puso a pensar qué significa la existencia de la Era Cristiana?

En mis febriles cavilaciones, he llegado a la conclusión de que si Cristo, un hombre como yo, logró ser tan amado y popular, quiero ser como él.

No pierdo de vista que muchos psicóticos, en pleno delirio místico, saben que son Cristo. Eso es diferente. Ellos tienen transitoriamente borrada la línea que separa una aspiración de una convicción.

En mi caso, sólo anhelo poseer tanta grandeza, aunque si no lo logro, me conformaré con algo menos.

Si bien estos párrafos parecen humorísticos, tienen mucho de verdad. La excepción está hecha en que me permito poner por escrito algo que anida en el corazón de casi todos los seres humanos, hombres y mujeres.

Dicho en otras palabras, todos deseamos ser infinitamente amados, protegidos, mimados, respetados, reverenciados, ad-mirados.

Este deseo que sólo opera en la clandestinidad de nuestro inconsciente, es la piedra fundamental de la filosofía que nos alcanza a casi todos los occidentales, seamos o no creyentes en Dios y en Cristo.

Retomo el principio para decir: si usted y yo vivimos en la Era Cristiana (estamos próximos a finalizar el año 2010 d.C. [después de Cristo]), deducimos que la historia de la humanidad tiene un antes y un después del nacimiento de este increíble personaje, al que secretamente desearíamos parecernos.

Como inconscientemente desearíamos tener su fama y popularidad, también inconscientemente podemos intentar parecernos a él: en sus actitudes, en su pensamiento, en su estilo de vida.

Observemos por ejemplo que él hizo todo el bien que pudo pero lo acusaron y condenaron a morir injustamente. Por eso algunos desean y logran ser víctimas de la injusticia.

Observemos por ejemplo, que él pregonaba la pobreza y era pobre. Por eso algunos desean y logran ser pobres.

Nota: La imagen muestra al Presidente de Ecuador, Rafael Correa (2010).

Artículos vinculados:

Odiar es un placer costoso
Los catorce pecados capitales
«Si no me compras, eres un anormal»

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Odiar es un placer costoso

Odiar, criticar y despreciar, es hermoso. Sin embargo, es desagradable reconocerlo.

Es feo decir que rechazamos a otros semejantes; es elegante mostrarse amoroso, comprensivo y capaz de perdonar.

Mentir la edad, disimular la ignorancia y ocultar nuestras características impopulares, es lo más habitual.

Como nuestros grupos de pertenencia (familia, amigos, compañeros de trabajo), comparten nuestro menú de falsedades, engaños y trampas, pasamos desapercibidos y quedamos convencidos de que somos grandes personas, honestas, inteligentes, habilidosas, responsables.

Por lo tanto, para poder conciliar lo hermoso pero mezquino, con lo aceptable aunque falso, nos unimos en cofradías, partidos políticos, religiones, logias, sindicatos, para suponer que nuestras carencias no son tales, sino que son normales.

Existen muchas agrupaciones que tienen como un elemento en común, criticar, censurar y condenar a los ricos.

El cristianismo ha trabajado duramente por siglos para que este odio de clase no se deteriore, no se estropee, no pierda agresividad.

Aunque parezca descabellado, el nazismo generó odio contra los judíos sólo para perfeccionar la cohesión entre los seguidores de aquella doctrina.

Es habitual que los partidos de izquierda digan pestes de Estados Unidos, fundamentalmente para fortalecer la cohesión entre los adherentes a lo que suelen llamar progresismo.

Este estilo de vida (mentir, criticar, acusar), como toda solución, placer o deporte, tiene su precio.

Cuando utilizamos el odio colectivo a los ricos (famosos, exitosos, con buena calidad de vida) como procedimiento para sentirnos más unidos a nuestro grupo de pertenencia, debemos saber que simultáneamente nos estamos prohibiendo mejorar nuestras condiciones de vida (comprarnos un auto, viajar, estudiar o cualquier otro tipo de progreso que hayamos criticado).

En suma: si bien es placentero juntarnos con nuestros amigos para reprobar a los que viven mejor, sepamos que implícitamente estamos jurando no igualarnos a los que viven mejor, es decir: «escupimos para arriba».

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viernes, 19 de noviembre de 2010

Adular no tiene precio (es des-preciable)

En varios artículos anteriores (1) hice referencia a nuestra necesidad de ser amados, fundamentalmente porque somos tan vulnerables, que si algún adulto no nos cuida cuando somos pequeños, perecemos.

Sin embargo, cuando crecemos, podemos llegar a la conclusión de que no somos tan vulnerables y que, inclusive, hasta podemos hacernos cargo de cuidar a otros (por ejemplo, a nuestros propios hijos).

Este desarrollo no cancela nuestra necesidad de los demás. Nunca llegamos a ser plenamente autosuficientes.

El instinto gregario, el deseo de estar integrados a una familia, una institución o cualquier otro grupo, obedece a que los humanos no podemos ser plenamente independientes, autónomos, autosuficientes.

Esta condición nos obliga a negociar con otros, a obedecer normas, costumbres y hasta caprichos de personas que detentan mayor poder que nosotros y lo ejercen (policías, profesores, gobernantes).

Cuando en una negociación llega el momento en que tenemos que ceder, permitir, obedecer, es probable que busquemos la manera de eludir esas concesiones, pagos, resignaciones.

Las figuras de autoridad en la sociedad que integramos, tienen más poder, son envidiables, parecen detentar la potestad de beneficiarnos o perjudicarnos a su antojo.

Este conjunto de sentimientos (miedo, envidia, amor) que nos inspiran los depositarios del poder, nos impide tener con ellos un vínculo sano, honesto, productivo.

Cuando nuestro miedo hacia el conciudadano más poderoso, se presenta bajo la forma de amor, admiración, obsecuencia, respeto, aprobación incondicional, adulonería, nos perjudicamos ambos de distinta forma.

Es casi una constante que los más perjudicados sean los más débiles y debemos concordar que sentir miedo hacia un semejante nos pone en una situación desventajosa.

Cuando adulamos, simulamos admiración y tratamos de creer que lo que sentimos es amor hacia el poderoso, somos los débiles y por lo tanto los perjudicados.

El autoengaño es tóxico, desmoralizante, debilitante, empobrecedor, no presagia nada bueno.

(1) El hortelano del perro
El instinto gregario y la pobreza
Ser o tener, esa es la cuestión
Te ruego que me respetes
Dimes con quién andas y sabré tu patrimonio
El tráfico de carencias

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La celulitis en las fantasías inconscientes

Las fantasías más influyentes en nuestra conducta, son las inconscientes.

Sobre estas, sólo tenemos hipótesis, teorías, suposiciones.

Sin embargo, este no es un motivo suficiente para descalificarlas, porque cuando partimos de la base de que son ciertas (como hipótesis de trabajo en un proceso terapéutico), notamos que su explicitación produce efectos de cambio.

En otras palabras, algunas fantasías inconscientes parecen muy descabelladas, pero cuando el paciente se entera de que esas ideas disparatadas podrían estar en su mente, luego de descreer de ellas, notamos que los síntomas penosos que lo trajeron a la consulta comienzan a remitir, que la calidad de vida mejora, que ahora le interesan otros asuntos y que sigue afirmando que aquella hipótesis alocada no tiene ninguna relación con estas conquistas.

A modo de ejemplo, compartiré una fantasía inconsciente.

Antes aclaro, que una fantasía consciente es —por ejemplo— la de sacar la lotería para comprarnos una casa, operarnos los senos, provocarle envidia a nuestra cuñada.

Una fantasía inconsciente es la que tienen algunas mujeres (repito: sin saberlo).

Ellas imaginan una relación sexual con tres hombres.

Uno la penetra vaginalmente, otro la penetra analmente y al tercero, ella le practica una fellatio, bebiéndose el semen de la eyaculación.

La lógica (disparatada, pero muy humana) de esta fantasía es la siguiente:

— Quien la penetra vaginalmente, es un hombre muy amado como podría ser su padre, un ídolo de ficción, Dios o cualquier otro que le fecunde un hijo maravilloso;

— Quien la penetra analmente, es un hombre cuyas características están muy próximas a lo animal. Probablemente sea de raza negra, con un pene de grandes proporciones, de actitud impulsiva, bestial;

— Quien le entrega su pene para que lo excite con la boca, es alguien que posee valores que ella desearía incorporar (fuerza, poder, liderazgo, salud, resistencia, sin celulitis).

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viernes, 1 de octubre de 2010

Gente que ladra, no muerde

Me animaría a decir que casi la totalidad de los valiosos beneficios que podemos recibir de un tratamiento psicoanalítico, se sintetizan en:

1º) «Conócete a tí mismo»; y

2º) «Perro que ladra no muerde».

Sobre la recomendación milenaria («Conócete a ti mismo»), he compartido con ustedes algunos comentarios en un par de artículos ya publicados (1).

Saber conducir un vehículo es esencial para sacar los mejores resultados en el tránsito, para pasear o para ganar dinero.

Hasta los lectores más apasionados, coinciden en afirmar que no existe nada más aburrido que leer los manuales instructivos de los diversos aparatos que facilitan nuestra vida.

Son tan insoportables, que la mayoría no los lee y se pierden algunas prestaciones por las que pagaron al comprarlo.

El psicoanálisis es un manual instructivo nada menos que sobre nosotros mismos.

No conocernos por no leer nuestro manual (psicoanalizarnos), implica desconocer y no desarrollar valiosas habilidades, tales como: creatividad, memoria, humor, capacidad artística, audacia, ambición, razonamiento, etc., etc.

No es menor la ayuda que nos provee el psicoanálisis para que se cumpla en nosotros el refrán que dice «perro que ladra, no muerde».

Nuestras emociones básicas (amor, odio, deseo sexual, furia, venganza, envidia y otras), necesitan satisfacerse o padeceremos el intenso malestar que provoca la frustración.

Es angustiante no poder vengarnos de quien nos perjudicó, es frustrante no poder unirnos para siempre con esa persona que cada vez ocupa mayor espacio en nuestros pensamientos, hasta podemos conseguirnos alguna enfermedad psicosomática.

El psicoanálisis nos permite procesar todas esas frustraciones de tal forma que, sólo actuaremos cuando sepamos cómo, cuándo y dónde hacerlo, mientras que las demás acciones, quedarán eficazmente sustituidas por su expresión verbal (desahogarse, simbolizar, catarsis).

Hablar y ser escuchados, nos permite procesar (elaborar) los duelos, salvándonos de actuar impulsivamente.

(1) Si es inteligente, se cree tonto
Mariposas en el estómago

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La luna está en el dedo

Es común que alguien se divierta cuando oye o recuerda aquello que dice: «El inteligente mira la luna cuando se la señalan, pero el idiota mira el dedo».

La situación que permite imaginar este diagnóstico tan sumario, es clara por demás.

Sin embargo, existen otras situaciones que pertenecen a la misma categoría, que no son tan obvias y que se convierten en verdaderas trampas para quienes antes se burlaban maliciosamente del incapaz.

Por ejemplo: Con su mejor buena voluntad, usted le cuenta a un amigo sobre un hecho ocurrido.

Su amigo, en vez de prestar atención al hecho que usted le cuenta, le pregunta «¿De dónde obtuviste esa información?»

En vez de mirar lo señalado (la luna, el hecho narrado), mira lo que señala (el dedo, la fuente de la noticia).

Queda definitivamente disimulado el impulso del idiota, cuando el autor pone en su libro la bibliografía que dice haber consultado para escribir el texto.

Se supone que todo libro que contenga información (teorías, datos, referencias), debe incluir la procedencia, para que los idiotas que quieran hacerlo, miren el dedo que señala la luna, y consulten, ratifiquen, confirmen.

Claro que los lectores no son tan exigentes como para tomarse ese trabajo. Dan por sentado que lo leído, interpretado y redactado por el autor, está bien.

En todo caso, le darán un vistazo a elementos tales como la cantidad de obras citadas, para evaluar la cultura del escritor.

Algo que aumenta mucho el prestigio, es incluir obras en otros idiomas, con sus títulos sin traducir.

La idea es que, cuanto menos entienda el lector, mayor será el prestigio del autor. Esto inflamará la envidia del lector quien, impulsado por este sentimiento, terminará admirando, respetando y recomendando a otros que compren el libro... para demostrarles que no es envidioso.

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