miércoles, 22 de diciembre de 2010

Odiar es un placer costoso

Odiar, criticar y despreciar, es hermoso. Sin embargo, es desagradable reconocerlo.

Es feo decir que rechazamos a otros semejantes; es elegante mostrarse amoroso, comprensivo y capaz de perdonar.

Mentir la edad, disimular la ignorancia y ocultar nuestras características impopulares, es lo más habitual.

Como nuestros grupos de pertenencia (familia, amigos, compañeros de trabajo), comparten nuestro menú de falsedades, engaños y trampas, pasamos desapercibidos y quedamos convencidos de que somos grandes personas, honestas, inteligentes, habilidosas, responsables.

Por lo tanto, para poder conciliar lo hermoso pero mezquino, con lo aceptable aunque falso, nos unimos en cofradías, partidos políticos, religiones, logias, sindicatos, para suponer que nuestras carencias no son tales, sino que son normales.

Existen muchas agrupaciones que tienen como un elemento en común, criticar, censurar y condenar a los ricos.

El cristianismo ha trabajado duramente por siglos para que este odio de clase no se deteriore, no se estropee, no pierda agresividad.

Aunque parezca descabellado, el nazismo generó odio contra los judíos sólo para perfeccionar la cohesión entre los seguidores de aquella doctrina.

Es habitual que los partidos de izquierda digan pestes de Estados Unidos, fundamentalmente para fortalecer la cohesión entre los adherentes a lo que suelen llamar progresismo.

Este estilo de vida (mentir, criticar, acusar), como toda solución, placer o deporte, tiene su precio.

Cuando utilizamos el odio colectivo a los ricos (famosos, exitosos, con buena calidad de vida) como procedimiento para sentirnos más unidos a nuestro grupo de pertenencia, debemos saber que simultáneamente nos estamos prohibiendo mejorar nuestras condiciones de vida (comprarnos un auto, viajar, estudiar o cualquier otro tipo de progreso que hayamos criticado).

En suma: si bien es placentero juntarnos con nuestros amigos para reprobar a los que viven mejor, sepamos que implícitamente estamos jurando no igualarnos a los que viven mejor, es decir: «escupimos para arriba».

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