domingo, 1 de julio de 2012

La demonización del progreso



La «envidia» y la «avaricia» son la versión demonizada del «afán de logro» y de la «proactividad».

En otro artículo (1) les comentaba que para alguien puede ser tan beneficioso reconocer su envidia como para otro es una especie de liberación divulgar su condición de homosexual.

Claro que para las personas que se guían por los postulados religiosos (bíblicos), tendrán en cuenta que la envidia es uno de los Siete Pecados Capitales mientras que la homosexualidad no lo es.

Envidiar el bienestar de los demás es una actitud que hasta suele catalogarse de patológica, pero no podemos olvidar que en nuestra cultura también es patológico para muchas personas haber accedido a un cierto bienestar.

Estoy casi seguro de que no fue este razonamiento el que hizo quien redactó los Siete Pecados Capitales, pero si aún continúan marcando la línea moral de tantas personas, es oportuno preguntarse en pleno siglo 21, si la envidia no será  tan religiosamente condenada por su vinculación con algo que también está condenado: el bienestar.

Es como si la  condena fuera contra quien envidiara ser delincuente: la envidia en sí misma no sería tan grave, lo que sí sería grave es la vocación antisocial que se manifiesta.

La homosexualidad fue considerada como patológica por la medicina y la moral occidentales hasta que la propia evolución ha permitido que actualmente muchas personas (aún no me animo a decir «la mayoría»), aceptamos esa opción sexual con indiferencia.

Pero la envidia sigue considerándose como un rasgo de malignidad, debilidad, amoralidad y notoria vinculación con otro Pecado Capital: la avaricia.

No creo que la envidia y la avaricia sean tan graves.

Creo más bien que los primeros cristianos, en su afán de combatir a los judíos (más prósperos, laboriosos y pragmáticos), demonizaron su «afán de logro» (envidia) y su «proactividad» (avaricia).

 
(Este es el Artículo Nº 1.579)

 

La envidia y la homosexualidad



La envidia tiene semejanzas con la homosexualidad en tanto ambas condiciones avergüenzan a quienes las poseen y causan variados problemas sociales.

A un armario empotrado le llamamos clóset o placar. Es bastante conocida la expresión «salir del clóset» para definir la acción por la que una persona homosexual decide publicar su opción.

Supongo que esta forma de decirlo deriva de que la persona con esa particularidad sabe que la sociedad acepta de buen grado a los heterosexuales que algún día se casarán con alguien del sexo opuesto y gestarán hijos para alegría de la especie, de los propios cónyuges y de los abuelos.

Asimismo siente que la homosexualidad es rechazada por una mayoría y solo aceptada por los demás homosexuales o por quienes gustan mostrarse como liberales.

Los homosexuales que no ocultan su preferencia, ya saben que lo menos malo es asumir la propia condición, aceptarse, tratar de organizar la vida con esa realidad y, sobre todo, hacer el menor escándalo posible en un vano intento de disimular las mortificantes dudas, inseguridades y angustia que acompañan esta decisión crucial (compartir la información, aceptarse, «salir del clóset»).

Esta introducción sirve para comentarles que algo similar deberíamos hacer con la envidia (1).

La furia contenida y mal disimulada que sentimos contra quien parece tan feliz con su familia, con su cuerpo, con su trabajo, es moralmente comparable a la opción sexual que anula la posibilidad de procrear.

Por otra parte, las dificultades que tienen los homosexuales para publicar su forma de desear, parece menor a la que tienen los envidiosos que en muchos casos ni siquiera se dan cuenta que lo son.

No se acostumbra decirle al «envidiado» cuanto lo envidiamos. El malestar que produce su bienestar sólo alienta la muda esperanza de que le vaya mal, con o sin nuestra ayuda.


(Este es el Artículo Nº 1.594)

El linchamiento de Freud



Los varones envidiamos el útero, los senos y la potencial multiorgasmia de las mujeres.

Los jueces en materia penal tienen un trabajo que requiere un gran conocimiento de las leyes, más una rigurosa salud mental que les permita tomar resoluciones (dictar sentencia, dictaminar) con serenidad, más un cierto coraje porque sus dictámenes no siempre son del agrado de los condenados y sus seres queridos.

También tienen que tener en cuenta otro fenómeno menos notorio y que refiere a la «conmoción pública».

De hecho ocurre que alguien que debería ser jurídicamente absuelto, puede ser víctima de un grupo de ciudadanos iracundos con intenciones de hacer justicia por mano propia.

En este caso el juez podría encarcelar al «culpable inocente» para salvarlo de las consecuencias derivadas de la referida «conmoción pública».

En otras palabras, existen casos en los que un juez aumenta la pena para proteger al «jurídicamente inocente» de la «conmoción pública».

Algo parecido pudo ocurrirle a Sigmund Freud cuando tuvo la mala idea de informarle a los ciudadanos que el libre albedrío no existe porque una parte de la psiquis, desvinculada de la conciencia (inconsciente), es en definitiva la que toma esas decisiones que creemos tan propias, controladas, responsables.

Aún hoy algunos psicoanalistas freudianos no admiten que el libre albedrío no existe. Quizá no lo admiten porque no saben organizar sus ideas desde un punto de vista determinista.

No me extrañaría que Freud haya hecho algo parecido para protegerse de la «conmoción pública» que estaba provocando entre sus contemporáneos, al decirles que están gobernados por el inconsciente.

Para protegerse de la «conmoción pública» omitió decir que, si bien las mujeres nos envidian porque tenemos pene, los varones envidiamos a las mujeres porque tienen útero, senos y son (potencialmente) multiorgásmicas.

Si lo hubiera dicho, lo habrían linchado.

Otras menciones del concepto «envidia del útero»:

     
(Este es el Artículo Nº 1.593)

martes, 1 de mayo de 2012

Las redes sociales y la pobreza


Las personas intolerantes son irritables y aplican mayor ímpetu para evitar las molestias de la pobreza.

La actitud emprendedora contiene básicamente rasgos tan notorios como la ansiedad, el placer por competir, la ambición y el afán de logro.

Otras características menos visibles son: agresividad, envidia, egoísmo e intolerancia.

La intolerancia incluye por supuesto la baja tolerancia a la frustración. A los emprendedores suele gustarles menos que a otros que sus planes se vean interrumpidos, postergados, fracasados.

Cuando están contrariados por los infortunios, se ponen de mal humor y tanto reaccionan contra sí mismos (autoagresivos) como contra cualquiera que tengan cerca (heteroagresivos).

La propia condición de emprendedores contiene necesariamente el predominio de la insatisfacción. Difícilmente estén conformes con sus logros por mucho tiempo. El bienestar es breve. Están siempre subiendo una escalera, amando apasionadamente al próximo escalón del que se aburrirán muy pronto para enamorarse del siguiente peldaño.

En otro artículo les comentaba que las redes sociales (1) nos permiten elegir a nuestros amigos entre millones de personas, gracias a lo cual se vuelve posible que nos rodeemos de quienes ya eran iguales a nosotros y así evitarnos el esfuerzo de tolerar a quienes tienen preferencias distintas a las nuestras (familiares, amigos, compañeros de estudio o de trabajo, vecinos).

Dicho de otro modo, las modernas tecnologías de la comunicación no estimulan el desarrollo de la tolerancia, la paciencia o la flexibilidad, pues en lugar de tener que aplicar esos recursos psicológicos para adaptarnos a quienes tuviéramos que acercarnos, en las redes sociales nos acercamos a quienes naturalmente gustan y piensan como nosotros.

Esta menor necesidad de tolerancia no se queda en el ámbito social, también nos volvemos intolerantes con las carencias, las imperfecciones, las demoras.

En suma: Es probable que al ser menos tolerantes también luchemos más enérgicamente contra nuestra pobreza.



El fracaso ajeno



Nos sentimos orgullosos de las proezas humanas aunque secretamente alentamos la esperanza de que esos grandes triunfadores fracasen estrepitosamente.

Hoy (15-04-2012) se cumplen 100 años del hundimiento del Titanic.

Como no podía ser de otra manera, todos los medios de comunicación hacen sus notas (originales, recicladas, copiadas), sobre aquella tragedia que tuvo la extraña particularidad de ser especialmente recordada, inclusive más que otras de mayor gravedad en cuanto a la pérdida de vidas humanas.

Algo que estimula la reflexión es averiguar la causa por la que este recuerdo es tan perdurable, por la que el caso es tan famoso, por la que se han tejido tantas historias, filmadas o no.

Según una nota publicada ayer por los redactores de la cadena CNN en español (1), la causa estaría dada en la fuerza dramática del accidente.

Esa «fuerza dramática» se concentra en que la población siniestrada (los ocupantes del buque) se vio en la necesidad de tomar una decisión final, a luchar contra un desastre que había sido expresamente imprevisto pues los armadores del barco aseguraban que era imposible de hundir.

El artículo de CNN agrega que la otra gran tragedia que permanecerá en el recuerdo por contener similares características (decisión final, imprevisibilidad), es el abatimiento de las Torres Gemelas del 11-09-2001.

La fama del hundimiento del Titanic tiene para el psicoanálisis causas diferentes.

Cuando los humanos hacemos algo que nos sorprende por su magnificencia (las pirámides de Egipto, el Titanic, el avión supersónico Concorde), quedamos maravillados de la proeza, orgullosos de nuestra superioridad sobre el resto de los animales pero en espera de un estruendoso fracaso.

Quizá el Titanic sea recordado porque nos dio la satisfacción de fracasar, el Concorde quedó inactivo por problemas técnicos y como las pirámides aún no se cayeron, suponemos que fueron construidas por extraterrestres.

(1) Nota periodística sobre el hundimiento del Titanic 

 
(Este es el Artículo Nº 1.544)


La celulitis como agente económico



El enemigo número uno de la mujer es la celulitis pero gracias a esta particularidad femenina, la economía de mercado se conserva saludable.

En otro artículo (1) hacía mención a que las mujeres generan deseos. Si los deseos son un factor de energía, movilidad y acción, ellas funcionan como usinas eléctricas.

El capitalismo o economía de mercado funciona bien cuando las personas, constituidos en agentes económicos, consumimos más y más. La lógica de este modelo es no parar de trabajar en forma competitiva, poniendo todo el entusiasmo posible, para ganar mucho dinero que gastaremos en satisfacer necesidades y deseos, muchos de los cuales son definitivamente superficiales, imaginarios, artificiales.

Ese dinamismo que le da vida a una economía de mercado necesita la disconformidad patológica, enfermiza, exagerada.

Los ciudadanos que vivimos en este régimen, estamos alineados con él si estamos permanentemente insatisfechos, ansiosos, envidiando lo que se compró el vecino, despreciando cualquier cosa minutos después de haberla comprado.

Dentro de todo lo que tenemos para comprar se incluyen por supuesto los servicios: viajes, diversión, cuidados personales.

Las «usinas eléctricas humanas», las mujeres en su calidad de generadoras de deseos, deberán tener baja autoestima.

Ellas deben verse imperfectas, fuera de moda, poco atractivas, gordas, envejecidas, pobremente vestidas, con mal olor, con dientes amarillos y dedicar gran parte de la preocupación diaria, mensual y anual a la muy femenina celulitis.

Esta característica del sexo, sin la cual una mujer no es tan mujer, deseada por los transexuales que nacieron con el cuerpo equivocado, es imprescindible para el sistema capitalista.

La celulitis, por estar en el centro de la angustia, la mortificación y la baja autoestima nada menos que de las principales promotoras del dinamismo de la especie, es el humilde protagonista de una maquinara que no debe parar de consumir, trabajar, frustrarse, envidiar, angustiar, producir.


(Este es el Artículo Nº 1.522)