Rafael tiene la costumbre de darme un beso en la comisura de los labios y con eso me despierto.
No con el beso, sino con el olor de su aliento. Similar al de cualquier otro hombre cuando recién se despierta.
Todos los días me hago las mismas preguntas: ¿Qué hago yo acá?, ¿qué hago conviviendo con él?
Así comenzaron todos los aburrimientos anteriores; inclusive con Javier, que tenía todo para ser el amor eterno.
Recuerdo que un día, al despertarme, sentí que su mano, apoyada en mi vientre, me aplastaba.
Me reí cuando la analista me dijo: — ¿Javier se está poniendo pesado?
Se lo comenté a Lorena: — ¡Fíjate, la ocurrencia de la mujer! ¡Confundió el peso de un brazo con lo tedioso que fuera él!
Querría que alguien me informe si es posible la convivencia y qué es eso de la soledad.
Rafael se encarga de hacer las compras para el desayuno, sin protestar, sin reparar en el clima.
Esa costumbre suya me ha convencido de que la primera comida del día, determina el resto de la jornada.
Quizá me esté aburriendo porque está todo demasiado bien.
No tenemos problemas con las familias, nos alcanza el dinero, nuestros gustos no son tan incompatibles como para que nos estemos importunando.
En estos ventidós meses de convivencia, sólo tuvimos una discusión que nos probó a fondo y que logramos superar —debo reconocerlo—, gracias a su ternura.
Quizá si no fuera tan inteligente, hábil, memorioso ...
La envidia siempre fue mi talón de Aquiles. Desde la infancia, sufría por las calificaciones, los regalos, los padres, los hermanos, la belleza, el timbre de voz, la forma de las manos, la elegancia al caminar, la suavidad de la piel...
Rafael es mucho más valioso que yo y eso corroe mi maltrecha autoestima.
Cuando no puedo penetrarlo, su comprensión me pone aún más impotente.
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