Los entrenamientos —en cualquier tarea, función o destreza—, generalmente mejoran el desempeño.
Cuando alguien deja de practicar una habilidad y luego la retoma, notará que el rendimiento disminuye.
Las tareas más complejas, más dependientes de la atención, el ejercicio y los reflejos, son las más vulnerables a la falta de práctica.
Volar un avión supersónico de última generación requiere una práctica casi continua, a diferencia de la habilidad para andar en bicicleta.
También parecería ser cierto que la existencia de riesgos y el consiguiente aumento del estrés, disminuye los errores y accidentes.
Un trapecista es más preciso en sus movimientos cuando no se protege de una eventual caída.
En términos generales, esto funciona así.
Por otra parte, quienes viven en zonas geográficas escasamente urbanizadas, lejos de cualquier centro de asistencia médica, tienen mejor desarrollado el instinto de conservación que aquellos otros que cuentan con todas las garantías sanitarias que provee la tecnología.
La forma que tenemos de cuidarnos, no solamente es instintiva, sino que para muchos forma parte de su personalidad, de su identidad.
Algunos gustan identificarse como muy cuidadosos, otros como muy audaces, otros como muy racionales, otros como hipocondríacos, otros como muy ponderados.
Es probable que usted conozca gente que aconseja cosas tan obvias como «¡cuídate!», «¡no te caigas!», «¡no te vayas a enfermar justo ahora!».
La recomendación no resiste ningún análisis. Es sencillamente innecesaria porque el instinto de conservación —perfeccionado durante millones de años—, sabe de sobra cómo cuidarse, cómo tomar precauciones, cómo evitar problemas.
Quienes acostumbran dar estos consejos, podrían razonar de este modo:
1) «Soy más perfecto y debo ayudar a quienes sé que no lo son» (arrogancia);
2) «Reparto un poco de la seguridad que tengo de más» (ilusión);
3) «Deseo que le vaya mal, pero lo disimulo» (envidia);
4) No razonan.
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