Don Braulio Garrido había
sacado a la lotería cuando contrató a este matrimonio con una hija, matrimonio
este que sabía administrar el establecimiento.
Los Garrido, más que dueños,
parecían turistas.
Cada tanto visitaban la gran
empresa agropecuaria en tren de paseo y con los padres de Malena hablaban de
temas generales, como los que se hablan entre amigos, mientras don Braulio
firmaba y firmaba la montaña de papeles que lo esperaba para continuar algún
trámite gerenciado por los eficientes administradores.
Malena ya tenía trece años
cuando, en una de esas visitas, hizo el amor con el hijo de los Garrido, un
muchachote ingenuo, de pocas palabras, que admiraba y envidiaba la locuacidad
de la chica.
Ella no quiso estudiar. Los
padres podían administrar rentablemente cinco mil hectáreas de campo, pero no
podían gobernar a la belicosa jovencita.
Cuando don Garrido se enteró
del embarazo puso el grito en el cielo y obligó al muchacho a que se casara con
Malena, pero esta lo rechazó de plano. Ni siquiera admitió que le diera el
apellido.
Los demás habitantes del campo
comentaban y no daban crédito a la decisión de Malena. Pero eso ocurrió.
Lo que sí aceptó fue utilizar
una pequeña casa, algo retirada del centro poblado de la estancia, donde se
fueron a vivir la madre y el pequeño... «A criarse juntos», como solían
comentar socarronamente los peones.
Cuando el niño tenía quince años, y la madre veintinueve, ocurrió algo
especial.
A medianoche, durante una tormenta de verano, caracterizadas por la
violencia y brevedad, Malena tuvo que levantarse a cerrar una ventana.
Al pasar por el dormitorio del jovencito, en pleno show de flashes y
estruendos, lo vio durmiendo boca arriba en estado de erección.
Sintió un puño que le atenazaba el estómago y como una autómata llegó
hasta el catre del hijo, beso su pene y tragó el semen, sin que el muchacho se
despertara.
Como toda la sabiduría de Malena estaba basada en ser sincera, costara
lo que costara, su hijo también era incondicionalmente apegado a decir la
verdad.
Mientras el chico se empinaba un tazón con café con leche, ella le contó
lo sucedido sin que esa información despertara en él alguna pregunta.
Cuando tuvo edad para irse a la ciudad, quiso el destino que el joven
consultara a varios psicólogos, preocupado porque los domingos de tarde sentía
una tristeza exagerada.
Lo curioso es que todos esos profesionales focalizaban su atención en la
relación incestuosa, sin imaginar que en nuestra cultura, si alguien fuera tan
sincero como el muchacho tendría tantos enemigos que padecería angustia los
siete días de la semana.
(Este es el Artículo Nº 1.958)
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