Los menos favorecidos sufren más porque celan y envidian a los ricos. Estos no son conscientes de su bienestar.
¿Recordáis la Fiesta de San
Fermín, en Pamplona, donde la gente corre 849 metros delante de toros que solo
avanzan, llevándose por delante y pisoteando a cualquiera que se le atraviese? Bien,
la madre de Sofía, con su sinceridad, es como cualquiera de esos toros: embiste
y pisotea a quienes se le atraviesen en el camino.
La madre de Sofía y la Fiesta
de San Fermín tienen defensores y detractores.
Esa característica de la
señora fue muy trascendente para sus hijos porque ella prefería al varón y
apenas toleraba a la hija.
Esta niña tuvo celos y envidia
porque su instinto de conservación la ponía en pie de guerra cuando la madre no
disimulaba la predilección por Antonio, un varoncito que pocas veces se dio
cuenta de los beneficios que recibía y de la penosa situación de su hermana.
Sin embargo, Sofía no podía
dejar de culparlo porque imaginaba que el niño hacía cosas a propósito para
perjudicarla.
Para Sofía fue difícil
comprender que era su mamá la causante
de las injusticias porque así somos los humanos: no acusamos a los culpables
sino a quienes podemos acusar.
Como la niña necesitaba la
poca atención que le daba su mamá no pudo aceptar que ésta era la responsable
de tan grosera discriminación.
Nuestro discernimiento es tan
débil y vulnerable que difícilmente podamos ser justos, especialmente juzgando
aquello que nos perjudica, con la determinación del culpable, con la
identificación de nuestros enemigos.
Así funcionamos y no es
extraño que también los Ministerios de Justicia tengan más dificultades en
castigar a un ciudadano rico que a uno pobre.
Los ricos, al igual que
Antonio, realmente no se dan cuenta de que son privilegiados.
(Este es el Artículo Nº 1.935)
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