«Querer es poder» piensan quienes creen en la desgracia provocada por una maldición y hasta prefieren empobrecer antes que ser envidiados.
Nuestra flexibilidad de criterio está al servicio de nuestro bienestar.
Gracias a esa elasticidad podemos aplaudir a un narcotraficante porque donó una estufa eléctrica en la escuela de nuestro hijo, podemos votar al peor político de nuestro partido y hacer campaña en contra del mejor político del partido opositor y tenemos leyes que no consideran delito que un padre oculte a su hijo delincuente.
Y ya que menciono a la delincuencia, los humanos podemos sentirnos identificados con un ciudadano poderoso, popular, rico utilizando el mismo grupo de sentimientos con el que desconocemos la condición humana de quienes están pupilos en los centros de reclusión (cárceles, reformatorios, manicomios).
Dicho de otro modo: nos identificamos con los prestigiosos y no lo hacemos con los menos favorecidos. Amamos a los ganadores y despreciamos a los perdedores. Reverenciamos a los temibles y «hacemos leña del árbol caído».
Cuando nos complace identificarnos con un semejante, podemos sentir sentimientos de hermandad hacia él. De hecho algunas religiones lo explicitan cuando se refieren a otros adherentes al mismo credo.
«Nada mejor que formar parte de una familia», dice la mayoría.
Efectivamente existe el convencimiento en que una familia es la mejor forma de agrupación.
Sin embargo en este grupo también ocurren circunstancias adversas que arrancan lágrimas de indignación en algunos integrantes.
Los celos entre hermanos son eternos y universales.
Y los celos se agravan con la envidia. Quienes saben lo que se siente por un hermano envidiado, jamás querrían recibir ese sentimiento.
Quien cree en la omnipotencia del pensamiento («Si deseo que alguien muera, morirá»), se horroriza de que alguien sienta por él lo que él siente por quienes envidia.
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