Un
chisme es una buena noticia sobre lo mal que le va a quienes envidiamos.
lunes, 2 de junio de 2014
viernes, 2 de mayo de 2014
Es injusto igualar lo diferente
Probablemente
todos viviríamos mejor si los varones tuviéramos méritos para ser los
responsables de las mujeres y los hijos que tuviéramos con ellas. La igualación
de nuestros roles nos confunde, nos angustia, nos hace perder calidad de vida.
Nuestra cultura cultiva la
envidia, probablemente con el tortuoso afán de mejorar la convivencia a través
de la igualación de los diferentes.
Cuando digo diferentes me
refiero a los hombres y a las mujeres, a los ricos y a los pobres, a quienes
viven en países muy desarrollados y a quienes viven en países muy
subdesarrollados.
La envidia es un sentimiento
destructivo por su agresividad. El envidioso quiere disfrutar lo que imagina
que el otro disfruta y si no puede lograrlo por la buenas, es decir, tratando
de superarse, elegirá la vía rápida, esto es, destruir a quien le provoca envidia,
ya sea dificultando su aparente bienestar o, directamente, matándolo.
Este sentimiento está en
nuestra psiquis, funciona y seguramente es necesario. Por algo, en tantos
milenios de evolución como especie, aun continúa funcionando y, como digo al principio,
ahora con el apoyo de muchas personas que consideran beneficioso predisponer
anímicamente a quienes están mal contra quienes aparentan estar mejor.
Para que las mujeres pudieran
vivir mejor es probable que tendrían que pertenecer casi patrimonialmente a un
varón de gran coraje, poderoso, autoritario, capaz de generar los recursos
económicos suficientes para mantener una gran familia.
En ese contexto, la mujer se
sentiría segura, ejerciendo un rol de hembra capaz de gestar y de ayudar a los
hijos del gran hombre.
Sin embargo, esto es imposible
porque ya no existen hombres con esas cualidades. Los varones actuales, (es
decir, los menores de 100 años), no tenemos tanto coraje, fortaleza, heroísmo,
ambición, don de mando. Podría agregar que ellas son tan feministas porque los
varones nos hemos afeminado. En otras palabras, la igualdad se produce por un
doble acercamiento: ellas son más independientes y viriles y los varones somos
más dependientes y femeninos.
Este acercamiento es molesto
porque perdemos identidad, dudamos sobre quiénes somos en realidad. Perdemos
percepción de sexo porque perdemos rasgos claramente diferenciadores. Cada vez
es más difícil saber si somos hombres o mujeres, nuestras respectivas
sensibilidades se confunden.
Por estos elementos creo que
podríamos vivir mejor si pudiéramos realzar las diferencias que aporten nitidez
a nuestros perfiles y si perdiéramos las semejanzas que borronean nuestras
figuras.
(Este es el Artículo Nº 2.197)
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La envidia como factor económico
El problema
de la desigualdad en el reparto de la riqueza no sería tan problemático si los
instigadores de la envidia dejaran de sabotear la convivencia pacífica de los
ciudadanos.
Ahora que los problemas
sanitarios están relativamente más controlados que hace un siglo, la
desigualdad socioeconómica es uno de los principales problemas de la humanidad.
Lo que es un problema genuino
es la indigencia, es decir, ese estado de pobreza extrema en el que los
individuos no tienen suficiente cantidad de alimento, abrigo y resguardo
habitacional como para sobrevivir.
La calidad de vida de quienes
no son indigentes, es decir, la calidad de vida de los pobres es un problema
magnificado, en gran medida, por la envidia.
Provocar ese malestar es una
forma de ganar aplausos, pues quienes señalan con tono moralista que nadie
puede soportar responsablemente que algunos sean propietarios de la mitad del
planeta mientras que otros ni siquiera tienen casa propia, es un gesto mal
intencionado.
Pretenden aliarse verbalmente
con los más necesitados (no indigentes) para enemistarlos contra otros. Son
insidiosos.
No está mal informar lo que
haya para informar. Por ejemplo: «Señor A, le dejamos saber que el señor B
tiene mil veces más comodidades en su casa que usted».
Si el señor A no se siente interesado por el dato, está bien; si el
señor A reflexiona y se interroga sobre por qué un semejante tiene tantas
comodidades, quizá se dedique buscar formas legítimas de igualarlo.
Lo que es traicionero es agregarle a esa información un conjunto de
comparaciones que seguramente estimularán la envidia del señor A contra el
señor B, con lo cual el comunicador se convierte en un instigador, en alguien
que hace apología del vandalismo, en un terrorista que busca enemistarnos a
unos contra otros.
Este informante, saboteador de la convivencia pacífica, no tiene ninguna
buena intención que merezca dejarlo actuar en su actitud conspiradora. Solo
quiere ganarse el favor de los pobres que puedan padecer la envidia agresiva
que él intenta estimular, para sacar alguna ganancia de los pobres o para
recibir algún beneficio de los ricos que recurran a un soborno para suavizarle
tanta agresividad.
(Este es el Artículo Nº 2.178)
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jueves, 3 de abril de 2014
Filosofía oriental y occidental
En
occidente creemos que los humanos somos una suma de características, (dualismo
cartesiano), y en oriente creen que los humanos somos un todo indivisible
(holismo).
Cada vez con más frecuencia se incluyen
pruebas psicotécnicas en los concursos o en los exámenes de valoración laboral.
Quienes tienen la responsabilidad de elegir a
los mejores candidatos para cubrir una vacante, quizá hayan encontrado que la
evaluación fragmentaria de los interesados puede mejorarse con una evaluación
que integre los aspectos psicológicos (inteligencia, creatividad, tolerancia,
capacidad para inducir y deducir, personalidad, comprensión lectora, umbral de
tolerancia a la frustración, estabilidad emocional, sentido del humor, aptitud
para trabajar en grupo, afectos, celos, envidia, capacidad de concentración,
aptitud para el aprendizaje, memoria, capacidad asociativa y otros).
El intelecto occidental está fuertemente
marcado por el dualismo cartesiano. Este verdadero disparate que se ha
instalado en nuestra cultura nos impide ver el bosque, porque solo podemos ver
árboles, uno por uno, todos juntos (bosque), no.
Con el dualismo cartesiano (según el cual
somos la suma aritmética de un cuerpo más un intelecto), suponemos que lo que
vamos conociendo de nuestra existencia también debe agregarse en tono de
adición, sin poder acceder a una comprensión global del ser humano.
De esta forma, los occidentales seguimos
agregando más y más elementos nuevos, a medida que se van conociendo, pero
resulta que a medida que se profundizan los nuevos conocimientos, no tenemos
más remedio que destinar personas que solo se dediquen a estudiarlos. Esto explica
por qué en occidente tenemos especialistas para casi cualquier rama del saber:
son personas que saben mucho de poco.
En oriente piensan de forma diferente: ellos
tratan de interpretar el mundo que los rodea considerándolo como un todo
orgánico, armónico, equilibrado. Para los orientales, cada nuevo conocimiento
es integrado al todo, tratando de entender cómo es parte inseparable del resto.
Cada intento de influir sobre algo (en el
video puse el ejemplo de los errores ortográficos), debe encararse globalmente,
considerando a la persona disortográfica como un ser completo, perfecto,
armónico, equilibrado. Para los orientales, solo se puede mejorar algo
mejorándolo todo.
Los negocios entre los chinos y los
occidentales requieren de estos últimos un verdadero estudio de aquella
cultura, porque si se los supone iguales a nosotros los desentendimientos
pueden hacer naufragar cualquier contrato.
(Este es el Artículo Nº 2.158)
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Otra forma de interpretar la Revolución Cubana
Quizá la Revolución Cubana admite otra
interpretación diferente.
Antes de la Revolución, Cuba era un país tropical como
cualquier otro, es decir, muy rico en alimentos, donde comer era tan fácil que
los pobladores no podían desarrollarse superando dificultades, desafíos,
escaseces que les exigieran esfuerzos físicos e intelectuales (1).
Como esa abundancia es dañina para el mejor crecimiento de
los humanos, existían personas que acumulaban grandes cantidades de riqueza,
porque espontáneamente, cuando estamos en un territorio demasiado generoso,
unos pocos retiran la riqueza excesiva y nos dejan con lo mínimo para tener que
esforzarnos para sobrevivir. Los ricos son eso: humanos que retiran la
abundancia dañina, dejando a la mayoría con las condiciones de vida que
tendrían en un territorio cuyas carencias exigieran esos esfuerzos que
necesitamos hacer para desarrollar todas nuestras potencialidades.
La manera tradicional de adaptarnos a un territorio rico
genera fuertes conflictos sociales, (entre explotadores ricos y explotados
pobres); los pobres envidian a los ricos recolectores de excesos tóxicos, y en
vez de luchar para conseguir lo que necesitan se dedican a odiarlos
enceguecidos.
Todo es propicio para que surja un cambio: la Revolución Cubana
exterminó a los ricos, instaló un gobierno que monopolizó el rol de extraer la
riqueza tóxica y organizó la vida de los pobladores para que todos se sintieran
iguales, sin envidia, con un Estado fuerte y rico que administra esos recursos
excedentarios, que también fueron retirados del acceso público para que el
pueblo pudiera contar con la escasez necesaria, pero sin enemistarse con nadie,
sin padecer la envidia que antes sentía hacia los ricos explotadores.
Este experimento solo podía hacerse en una isla, donde fuera
posible controlar las fugas de quienes no querían soportar la carencia que los
haría crecer como individuos. Además, solo podía hacerse con un Fidel Castro,
cuyo carisma permitió instalar este régimen que beneficia al ser humano. Estatizó
la concentración de la riqueza excedentaria, la tóxica, la abundancia que les
impedía desarrollar todos sus talentos.
(Este es el Artículo Nº 2.153)
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Tierras fértiles e infértiles, vecinas
La convivencia de inmigrantes laboriosos con nativos
indolentes puede ser conflictiva por la diferente actitud frente a la vida de
quien conoce los desafíos y de quien no los conoce.
Sabemos que los territorios
pueden ser muy diferentes a pesar de estar relativamente próximos. Por ejemplo,
una tierra fértil puede estar al lado de una montaña 100% improductiva.
Imaginemos ahora que la zona
montañosa y que la zona de praderas, pertenecen a pueblos diferentes.
Casualmente, la línea fronteriza que los separa deja de un lado a la montaña
infértil y del otro lado tierras aptas para cualquier cultivo.
Es claro que uno y otro pueblo
tienen condiciones de vida muy diferentes. Podríamos adelantar que el pueblo
que vive en la montaña tendrá que ser más ingenioso, trabajador, disciplinado,
ahorrativo, solidario y tecnificado que el otro, el que vive donde la
subsistencia puede depender de salir a recolectar frutos cada vez que sientan
hambre.
Sin embargo, si esas personas
pertenecieran a un mismo país, si ambas áreas geográficas no estuvieran
separadas por una frontera, la situación sería diferente. Quizá la montaña
estaría deshabitada y todos se juntarían en las tierras fértiles para disfrutar
las bondades del terreno.
Ese conjunto de personas que se mudó desde la
montaña al valle, ya no tuvo que esforzarse tanto, ni ser ingenioso, ni
disciplinado, ni ahorrativo, ni solidario, ni tecnificado.
Existiría otro cambio importante: como todos
los seres humanos somos diferentes en muchas características, pero
fundamentalmente en nuestros sentimientos, deseos e intenciones, es seguro que
los habitantes del valle no tendrían todos el mismo patrimonio: los extranjeros
(ex-montañeses) tendrían más riqueza que los nativos, estos se sentirían
incómodos con los extranjeros-ricos y eso daría lugar a un conflicto social
entre pobres (nativos) y ricos (inmigrantes).
En la primera situación, cuando los habitantes
pertenecían a jurisdicciones diferentes, no teníamos un conflicto social
porque, en todo caso, ambos pueblos comerciarían, tendrían relaciones
diplomáticas, pero no surgirían conflictos por envidia. Probablemente, los
agricultores tendrían que importar muchos bienes de los montañeses más
tecnificados y esto, hasta cierto punto, equilibraría la calidad de vida de uno
y otro pueblo.
Como vemos, pertenecer a un mismo pueblo, el
integrar una misma familia, genera
conflictos, mientras que la separación aumenta las posibilidades de una mejor
convivencia dentro de cada pueblo, buenas relaciones comerciales entre ambos
colectivos, y una disminución de conflictos provocados por las desigualdades en
la distribución de la riqueza.
Según esta hipótesis, la zona fértil estaría
más expuesta a problemas sociales que la zona menos fértil. Los celos, la
envidia, más el tiempo y la energía disponibles que permiten un territorio en
el que no se presenten grandes desafíos, son factores que propician por sí
solos, malestares explosivos.
(Este es el Artículo Nº 2.148)
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Una verdad sobre la verdad
La verdad es algo que sobrevuela nuestros discursos,
pero que casi nunca se dice o se oye. Consideramos verdad a ciertas historias
que contamos y nos cuentan, con la solemnidad de lo que merece respeto.
Me parece que la verdad nunca
tiene forma de confesión. Al contrario, cuando alguien está confesando es cuando más control intenta
tener sobre lo que dice. Quizá la máxima expresión de falsedad y cinismo ocurra
cuando alguien anuncia que está dispuesto a confesar.
Hasta la persona más pudorosa
pueden llegar a exhibir su cuerpo con absoluto desparpajo, pero no así sus
deseos, las intenciones, los sentimientos que guarda en su mente bajo siete llaves.
La máxima desnudez corporal
solo puede llevarnos a demostrar que somos animales mamíferos, pero la desnudez
psicológica puede llevarnos a demostrar que no somos humanos sino monstruos
abominables, imposible de amar. Por esto preferimos que se burlen y nos
humillen por nuestro cuerpo sin ropas, pero eso no dejará de ser una forma de
mirarnos, de incluirnos, de amarnos, aunque sea negativamente (repudiándonos).
Sin embargo, algunas verdades
decimos, quizá para desahogarnos, pero lo hacemos con gran disimulo. Filtramos
los contenidos a revelar.
Quizá existan dos formas de
colar eso que diremos: la ficción (imaginativa, surrealista, delirante,
metafórica) y la humorística (sardónica, cínica, despectiva, descalificante,
destructiva, agresiva, cómica).
Nunca confesaremos la envidia
que sentimos por nuestro hermano menor, pero insinuaremos que «no es tan
inteligente como parece»; nunca confesaremos quién robó aquel objeto de valor
cuyo ladrón jamás fue descubierto, pero comentaremos extrañados «¡qué cantidad
de delitos nunca son descubiertos por la policía...y de eso nadie habla!»;
nunca confesaremos las atormentadas dietas que hacemos para conservar un cuerpo
delgado, pero le haremos bromas a los obesos.
Y así por el estilo. A todo esto es a lo máximo que podemos aspirar en
sinceridad, en confesión, en franqueza. Los humanos decimos la verdad, pero sin
darnos cuenta. No la registran ni quienes las dicen ni quienes las oyen. El
psicoanálisis intenta hacer una lectura entre líneas del parloteo humano y,
probablemente, a veces encuentra verdades químicamente puras, tan insólitas que
ni el propio confesor puede dar
crédito a lo que dijo sin darse cuenta.
Quizá existan dos condiciones predisponentes para entender algo de lo
que se dice sin querer:
1) Poseer un inventario exhaustivo de nuestros defectos personales; y
2) Asumir
que nadie puede hacer, pensar o decir algo que no sea estrictamente humano. La
especie es una cárcel hermética: nadie escapa de ella ni puede incorporar
características no humanas.
(Este es el Artículo Nº 2.156)
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