Probablemente
todos viviríamos mejor si los varones tuviéramos méritos para ser los
responsables de las mujeres y los hijos que tuviéramos con ellas. La igualación
de nuestros roles nos confunde, nos angustia, nos hace perder calidad de vida.
Nuestra cultura cultiva la
envidia, probablemente con el tortuoso afán de mejorar la convivencia a través
de la igualación de los diferentes.
Cuando digo diferentes me
refiero a los hombres y a las mujeres, a los ricos y a los pobres, a quienes
viven en países muy desarrollados y a quienes viven en países muy
subdesarrollados.
La envidia es un sentimiento
destructivo por su agresividad. El envidioso quiere disfrutar lo que imagina
que el otro disfruta y si no puede lograrlo por la buenas, es decir, tratando
de superarse, elegirá la vía rápida, esto es, destruir a quien le provoca envidia,
ya sea dificultando su aparente bienestar o, directamente, matándolo.
Este sentimiento está en
nuestra psiquis, funciona y seguramente es necesario. Por algo, en tantos
milenios de evolución como especie, aun continúa funcionando y, como digo al principio,
ahora con el apoyo de muchas personas que consideran beneficioso predisponer
anímicamente a quienes están mal contra quienes aparentan estar mejor.
Para que las mujeres pudieran
vivir mejor es probable que tendrían que pertenecer casi patrimonialmente a un
varón de gran coraje, poderoso, autoritario, capaz de generar los recursos
económicos suficientes para mantener una gran familia.
En ese contexto, la mujer se
sentiría segura, ejerciendo un rol de hembra capaz de gestar y de ayudar a los
hijos del gran hombre.
Sin embargo, esto es imposible
porque ya no existen hombres con esas cualidades. Los varones actuales, (es
decir, los menores de 100 años), no tenemos tanto coraje, fortaleza, heroísmo,
ambición, don de mando. Podría agregar que ellas son tan feministas porque los
varones nos hemos afeminado. En otras palabras, la igualdad se produce por un
doble acercamiento: ellas son más independientes y viriles y los varones somos
más dependientes y femeninos.
Este acercamiento es molesto
porque perdemos identidad, dudamos sobre quiénes somos en realidad. Perdemos
percepción de sexo porque perdemos rasgos claramente diferenciadores. Cada vez
es más difícil saber si somos hombres o mujeres, nuestras respectivas
sensibilidades se confunden.
Por estos elementos creo que
podríamos vivir mejor si pudiéramos realzar las diferencias que aporten nitidez
a nuestros perfiles y si perdiéramos las semejanzas que borronean nuestras
figuras.
(Este es el Artículo Nº 2.197)
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