Buscamos la confusión, la obnubilación e indiscriminación porque son placenteras y rechazamos la lucidez y la discriminación porque provocan malestar.
Una tradición religiosa vigente en algunas ciudades españolas es la de que los niños van recorriendo a los participantes de una procesión pidiéndoles que dejen caer algunas gotas de cera de sus lirios (velas) encendidos para formar una bola multicolor, compuesta por la fusión de los aportes (imagen).
He comentado en otros artículos (1) que cuando nacemos, nuestro cerebro no tiene aún el desarrollo suficiente como para poder discriminar. Recién cuando accedemos a la madurez anatómica correspondiente a los 18 ó 24 meses, comenzamos a darnos cuenta que la realidad no es un todo que nos pertenece sino que todos son objetos o sujetos ajenos, que nos acompañan pero que no forman parte nuestra.
Sin embargo, aquella sensación primaria no desaparece totalmente. Continuamos percibiendo algunos estímulos externos como si estuvieran fusionados, al punto que a veces no sabemos si una situación es propia o ajena. Me refiero a la solidaridad, la identificación, la simpatía, la empatía.
Podría decirse que existen tres niveles de con-fusión:
— Es total en algunos enamoramientos, en algunas relaciones madre-hijo;
— Es parcial cuando reconocemos una realidad externa pero igual sentimos una fuerte integración con ella, como por ejemplo, ante algunas tragedias o en estados de trance místico;
— La con-fusión es casi nula cuando percibimos con nitidez que «yo soy yo y los demás no son yo».
La mayor parte de estas experiencias menos confusas están marcadas por sentimientos tan agresivos como son el odio, la frustración y la envidia.
Se percibe entonces una situación adversa: La con-fusión es promotora de sentimientos tan agradables como el enamoramiento, la pasión religiosa, la solidaridad intensa y la sensación contraria (discriminación) es la promotora de la mayor claridad mental, lucidez, conciencia.
(1) No soy Bin Laden
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