lunes, 2 de junio de 2014

La envidia a mi madre



 
 
Qué mal me caen los novios de mi madre. He llegado a pensar que ella quiere molestarme, darme celos, enfrentarme a hombres duros, de mal carácter, que disfrutan amonestándome, que deliberadamente la tocan, la manosean, le dan palmadas en los glúteos, le comprimen los senos, la besan en el cuello para que yo oiga el ruido hasta de la abundante saliva que la hace reír y secarse con el hombro.

Sin embargo, quizá porque soy un poco masoquista, mis fantasías solitarias incluyen escenas que aun no he llegado a presenciar, pero que las imagino verosímiles, pornográficas, depravadas, perversas.

El cuerpo de mi madre es maravilloso y todo lo que hace irradia erotismo, pasión, deseo, simpatía. Se burla de mi enojo y para tranquilizarme me aprieta contra los senos, cuya tensión percibe todo mi cuerpo y cuya suavidad acarició varias veces mis mejillas, sin que yo lo intentara pero que ella forzó, venciendo mi floja resistencia.

Mi padre me pregunta por ella. Insinúa que todavía la quiere, pero tampoco él me gusta para ella. Es un oficinista mediocre, demasiado prolijo, que tiene letra caligráfica, zapatos lustrados, corbata de doble nudo simétrico. Hace tiempo que no me encuentro con él pero seguramente sigue usando litros de una insoportable loción de Dr. Selby.

A mamá le regalan muchos perfumes comprados en los free-shops porque estos abusadores la llenan de adulaciones. Su mesa de maquillaje no tiene lugar para nada más. Ahora puso una silla para seguir agregando pinturas, colores, brochas.

He sentido deseos de matarme. Me miro en el espejo y confirmo que mi cuerpo no tiene valor. Días pasados sentí una conversación en la que ella le pedía a uno de los novios que me invitara a visitar un prostíbulo. Él le decía que no me veía con ganas de estar con mujeres. Ella le insistía porque me notaba demasiado madrero, le decía que me encuentra inmaduro para mis 17 años. El hombre no decía nada. Quizá la estuviera acariciando sin escucharla.

Algo pactaron porque, inexplicablemente, ella dijo que tenía que hacer unas compras y me dejó a solas con él.

Sentí que mi corazón huía dejándome abandonado. Las manos se llenaron de sudor helado.

— ¿Es cierto que te gustan los hombres? —me dijo con tono sarcástico y burlón. Sentí terror. El animal comenzó a bajarse el cierre del pantalón y me pareció ver que su pene estaba erecto. Salí corriendo, me encerré en mi dormitorio. No pude llorar, me enrollé como un feto. Mi pene palpitaba. El ano también.

Aunque sigo deseando tener un cuerpo como el de mi madre, controlo mejor el deseo de que sus hombres me posean.

(Este es el Artículo Nº 2.210)

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