Los hombres
y las mujeres nos necesitamos para algo más que para conservar la especie:
psicológicamente nos tomamos como un referente imprescindible. Nuestra
identidad está determinada por cómo nos sentimos respecto al otro sexo.
En este
relato, Mariana y Yolanda son dos amigas que llegan a una conclusión
interesante y original sobre cómo son los hombres.
— ¡Qué pregunta tan difícil,
Yolanda! Muchos creen que yo sé sobre ellos pero lo cierto es que estoy tan
desconcertada como todas...—dijo Mariana a su amiga.
— Tenemos que reconocer que tu
experiencia es superior a la nuestra. Casi nunca has estado sola; siempre salís
acompañada. Según nos contás, tenés que hacer un esfuerzo para no compartir tu
cama. Seguramente algo hacés para que ellos te deseen—, respondió Yolanda,
fundamentando así por qué trataba de aprender con Mariana.
— Comprendo que ustedes
piensen así, pero lo cierto es que yo no sé qué les pasa a los varones. Para
mí, los hombres son un karma. No sé bien qué es un karma pero me lo imagino
como una nube personal que te sigue a todos lados, que a veces te da sombra y
otras veces te da lluvia— explicó Mariana.
— Creo que te envidio. Con una
envidia buena, claro. Salgo, estudio, voy a lugares donde ellos están, pero
nada. Parece que soy transparente, insípida e inodora. Me miran pero no se me
acercan. Me arreglo como una diva, gasto hasta lo que no tengo en buena ropa,
calzado, peluquería, perfumes y lo único que logro es que mis amigas me digan
piropos—, respondió Yolanda, explicando, rezongando, quejándose. Un poco
desilusionada pero también un poco reivindicativa, como exigiendo un derecho,
como reclamando mayor justicia en un supuesto reparto de hombres.
Mariana estaba acostumbrada a
estos comentarios. Los había escuchado desde que iba al liceo, donde los
compañeros la buscaban y ella no sabía cómo estar un poco sola, sin tantos
comedidos, adulones, caballeros gentiles con ínfulas de inteligentes y
cancheros. Regalos, llamadas por teléfono.
— Mirá, Yolanda, los hombres
son unos bebitos grandes. Son niños tiernos que solo quieren a una madre que
los contenga, los mime, que los reciba nuevamente en su útero, aunque, por
razones de tamaño, eso solo pueda realizarse cuando se te meten dentro del
cuerpo. Con todos siento lo mismo: gozan intentando volver a anidarse en mi
útero, poniendo su pene entusiasmado en la vagina. Como suelen eyacular a poco
de comenzar el intento, se quedan sin la turgencia necesaria y se vuelven
indiferentes, como para disimular que estuvieron intentando volver a la vida
intrauterina—, le explicó Mariana a su amiga, asumiendo un tono de maestro
cansado de repetir siempre las mismas enseñanzas.
— Para mí no es como me decís.
Ellos quieren a una mujer de cabaret, quieren a una vedette, a una hembra
impresionante que los encandile. Les gusta lo espectacular, los grandes senos,
la mínima cintura, los glúteos bien formados, las piernas esculturales,
...—expuso Yolanda.
— Mirá que no es como pensás.
De hecho tu problema es que no conseguís compañía masculina. Ellos dicen que admiran a una vedette solo
porque no asumen que desean a una
madre que los trate como a un hijo. Si supieran que se excitan con quien les
recuerda a su mamá, se morirían de vergüenza. ¡No no lo quieren ni pensar! Por
eso simulan admirar a una mujer bien diferente a su madre, pero terminan
acostándose conmigo, que me parezco a quien los trajo al mundo.
— ¡No te puedo creer! Toda mi vida me han
dicho que soy divina, pero después ninguno concreta algo serio como me gustaría
a mí. Sin embargo vos, siempre tan sencilla para arreglarte, los terminás
echando y ellos se van haciendo pucheros o insistiendo para quedarse contigo—,
suspiró Yolanda.
— Los hombres que se comportan
como vos bien decís son niños inocentes que sueñan con ser unos «chicos malos», es
decir, son ingenuos que desearían ser tan traviesos como si fueran unos «hijos
de puta», y esa puta soy yo—, redondeó Mariana, haciendo una síntesis que la
sorprendió a ella misma.
(Este es el Artículo Nº 2.271)
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